miércoles, 29 de febrero de 2012

Hacia Dios por la penitencia (X)

Por Kajetan Esser, o.f.m.


Orientaciones prácticas (II)


No podemos olvidar que aun cuando hiciéramos lo que exige la vida de penitencia, ante Dios no somos sino siervos inútiles. No en vano recalca repetidas veces Francisco que hemos de ser salvos «por sola su misericordia» y «por sola su gracia». No podemos hacer de la ascética un sistema autónomo que impida las relaciones entre el amor misericordioso de Dios y los hombres. Esto aparece con particular claridad en la idea que en este contexto juega, según Francisco, un papel considerable: la «discretio», la discreción.

«Manda [Francisco a sus hermanos] que siempre se ofrezca a Dios un sacrificio condimentado con sal y les llama la atención para que cada uno sepa medir sus fuerzas en su entrega a Dios. Enseña que es el mismo pecado negar sin discreción al cuerpo lo que necesita y darle por gula lo superfluo» (2 Cel 22). «Les enseñó a guardar la discreción, como reguladora que es de las virtudes; pero no la discreción que sugiere la carne, sino la que enseñó Cristo, cuya vida sacratísima consta que es un preclaro ejemplo de perfección» (LM 5,7).

En los últimos días de su vida hará la siguiente recomendación: «Hay que atender con discreción al hermano cuerpo para que no provoque tempestades de flojera» (2 Cel 129). Si examinamos el sentido de la palabra discrecióna través de los escritos del santo, veremos que significa propiamente docilidad a la gracia divina. Por la discreción el hombre busca únicamente descubrir lo que se ha de hacer bajo la dirección de Cristo. Nada tiene, pues, que ver con una prudente moderación o tal vez con una actitud indulgente, sino que es un concepto eminentemente cristiano, íntimamente ligado a la imitación de Cristo: «seguir sin resistencia alguna a Cristo el Señor» (2 Cel 211). En la terminología de Francisco es una palabra próxima a la de pietas ymisericordia: «Aunque animaba con todo su empeño a los hermanos a llevar una vida austera, sin embargo no era partidario de una severidad intransigente que no se reviste de entrañas de misericordia ni está sazonada con la sal de la discreción» (LM 5,7). Y el mismo Francisco dice: «Donde hay misericordia y discreción no hay superfluidad ni endurecimiento» (Adm 27,6).

Tiene, pues, razón Celano al llamarle pastor piadoso que con sus reiterados avisos moderaba el rigor de tanta penitencia en sus hermanos (2 Cel 21). El biógrafo resumirá todo su pensamiento en una frase lapidaria: «Riguroso consigo, indulgente con los otros, discreto con todos» (1 Cel 83). A la piedad y la discreción corresponde velar para que las acciones humanas concretas, que el hombre realiza, coincidan con la voluntad divina: «con la bendición del Señor», «como el Señor les inspirare», «como el Señor les diere a entender», «por inspiración divina», «según la gracia que el Señor les diere». Estas y otras expresiones parecidas, tan frecuentemente empleadas por Francisco cuando habla de penitencias y mortificaciones, aluden a la discreción franciscana, apoyada en el mandamiento de Cristo: «Sed misericordiosos como es misericordioso vuestro Padre» (Lc 6,36).

El problema fundamental es siempre el mismo: en la vida cristiana la iniciativa la tiene Dios y no la voluntad humana ávida de ascetismo; ésta procura únicamente obedecerse uno a sí mismo, incluso en el ámbito de la vida religiosa. Sólo manteniendo los criterios que acabamos de mencionar se logra que la penitencia y abnegación conserven su función de servicio y auténtica glorificación de Dios.

Está claro, pues, que todos los esfuerzos de Francisco en materia de penitencia se encaminan a subrayar y garantizar la primacía de Dios con relación al obrar del hombre. La ascética de san Francisco está libre de toda obstinación puramente humana y de todo gesto aparatoso propio de una renuncia afectada. Lo único que él busca es que Dios pueda actuar soberanamente sin obstáculo en la vida del hombre. Francisco se empeñó también en poner de relieve la primacía de Dios en las valoraciones que hace el hombre: «Sólo Dios es bueno, y por lo tanto a Él le pertenece todo bien». La ascética de san Francisco está exenta de toda presunción humana. A lo que aspira siempre es a que Dios sea el supremo bien en todo. Sólo busca que «el amor de aquel que tanto nos ha amado sea correspondido con un amor semejante». Donde el amor de Dios puede darse plenamente a un hombre, para revelarse después a través de él libremente y sin obstáculos a todos los demás, allí está ya presente el Reino de Dios.

[K. Esser, Temas espirituales. Oñate 1980, pp. 69-72]

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