domingo, 19 de febrero de 2012

La Meditación Franciscana (V)

Por Octaviano Schmucki, o.f.m.cap.


Frutos de la meditación franciscana


El estímulo a obrar es para Francisco el fruto principal de la oración. No es éste, sin embargo, su único fruto. Las fuentes antiguas destacan también otros efectos específicos. Así, Celano y, más tarde, san Buenaventura resaltan las sorprendentes sutilezas del santo en penetrar e interpretar la Sagrada Escritura, no obstante carecer de formación exegética. El Seráfico Doctor observa: «El incesante ejercicio de la oración, unido a la continua práctica de la virtud, había conducido al varón de Dios a tal limpidez y serenidad de mente, que -a pesar de no haber adquirido, por adoctrinamiento humano, conocimiento de las sagradas letras-, iluminado con los resplandores de la luz eterna, llegaba a sondear, con admirable agudeza de entendimiento, las profundidades de las Escrituras. Efectivamente, su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba los más ocultos misterios, y allí donde no alcanza la ciencia de los maestros, se adentraba el afecto del amante» (LM 11,1).

Del contacto continuo con la palabra divina en la oración personal, Francisco sacó, además, una eficacia extraordinaria para evangelizar al pueblo cristiano. «Aquella su seguridad en la predicación procedía de la pureza de su espíritu, y, aunque improvisara, decía cosas admirables e inauditas para todos» (1 Cel 72).

San Francisco preparó la redacción de la Regla definitiva en la soledad de Fontecolombo, con ayunos y oraciones prolongadas. Respecto al discutido problema de la pobreza, en concreto, anota el Compilador: «Hizo también escribir en la Regla muchas cosas que pedía al Señor en asidua oración y meditación para utilidad de la Religión, afirmando que ésa era la absoluta voluntad del Señor» (LP 101). Se puede afirmar que la Regla, códice fundamental de la vida del hermano menor, es un fruto exquisito de la oración de Francisco.

La misma fuente nos informa que, antes de componer el Cántico del Hermano Sol como acción de gracias por la promesa de la gloria celestial, Francisco, «se sentó, se concentró un momento y empezó a decir: "Altísimo, omnipotente, buen Señor..."» (LP 83).

En Francisco se dan también frutos estrictamente personales, atribuidos por sus biógrafos a la oración, por ejemplo, la dulzura y alegría mística. Aludiendo a esto escribe Celano: «Y ¿acertarías tú a imaginar de cuánta dulzura estaba transido quien así estaba habituado? Él sí lo supo; yo no sé otra cosa si no es admirar. Lo sabrá el que lo experimenta; no se les da el saber a los inexpertos» (2 Cel 95).

El mismo biógrafo cuenta que, habiéndose retirado el santo en cierta ocasión a un lugar solitario -probablemente Poggio Bustone- y habiendo pedido con insistencia el perdón de los pecados cometidos en la juventud: «comenzó a derramarse poco a poco en lo íntimo de su corazón una indecible alegría e inmensa dulcedumbre» (1 Cel 26).

A la luz de todo lo dicho se comprende la inmensa riqueza de contenido autobiográfico, cuando Francisco en sus Alabanzas del Dios altísimo, incluidas en el papel que dio a fray León, invoca al «Señor Dios» con las expresiones: «Tú eres amor, caridad. Tú eres sabiduría... Tú eres seguridad. Tú eres quietud. Tú eres gozo, esperanza y alegría... Tú eres toda nuestra dulzura...».

Francisco no fue un innovador en el campo de la meditación, pues se inspiró en la mejor tradición monástico-eremítica anterior, si bien supo darle la impronta inconfundible de su sensibilidad acentuadamente poética. Es evidente también su admirable simplicidad que, sin negar las leyes psicológicas en la relación con Dios por medio de la oración, no se ata nunca a esquemas fijos o métodos inmutables, sino que se atiene a la gracia del momento. Hay que notar, sin embargo, su insistencia en rodearse de condiciones externas que facilitan el contacto con Dios. Sobresale, además, el anhelo místico y el carácter eminentemente sapiencia de su oración. Su meditación es, ante todo, un conversar confiado y afectuoso, de tú a tú, con Dios «altísimo, omnipotente y buen Señor». Por todo ello no se vio en la obligación de fijar, ni para sí ni para los demás, tiempos mínimos cotidianos señalados para la oración mental, dado que el libre empeño que le ocupaba la mayor parte de su tiempo, de día y de noche, no conocía horarios.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. III, núm. 7 (1974) 49-50]




El Greco:  San Francisco Meditando

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