domingo, 26 de febrero de 2012

Hacia Dios por la penitencia (VII)


Por Kajetan Esser, o.f.m.

El «Espíritu del Señor»

La propia negación es obra de la gracia y se traduce en liberación del hombre de sí mismo y en disponibilidad creciente respecto de Dios. Pero, repetimos, esto no puede ser fruto de las propias fuerzas. Es necesario que el Espíritu del Señor le llene de su presencia y establezca en él su morada. Sólo una colaboración íntima entre Dios y el hombre podrá domar el espíritu de la carne, el egoísmo, para que el Espíritu del Señor se erija desde entonces en su mentor y guía. «El Espíritu del Señor quiere que la carne sea mortificada y despreciada, tenida por vil y abyecta. Y se afana por la humildad y la paciencia, y la pura y simple y verdadera paz del espíritu. Y siempre desea, más que nada, el temor divino y la divina sabiduría, y el divino amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (1 R 17,14-16).

Francisco no se pregunta sobre cómo se efectúa dicha colaboración. Sabe, e incesantemente lo pregona con acentos particularmente emotivos en su Testamento, que todo lo ha recibido de Dios. Pero reconoce al mismo tiempo que «el hombre exterior necesariamente se va consumiendo día a día, aunque el interior se vaya renovando» (1 Cel 98). En realidad, quedan vigorosamente subrayados entrambos elementos de la vida espiritual: acción divina y respuesta humana, resaltando la importancia de sus respectivos roles. Sólo así podrá lograr pleno sentido su vida de penitencia y podrá progresar el hombre evangélico, el hombre nuevo, el hombre del Reino de Dios, «cuyo corazón y espíritu son enteramente de Dios nuestro Señor».

Quien está lleno del Espíritu divino no busca ya su propia complacencia ni pretende provecho alguno personal, sino que «después que hemos abandonado el mundo, ninguna otra cosa hemos de hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle» (1 R 22,9). La vida evangélica de penitencia alcanzará de esta manera su plenitud en la libertad, en el desapego de sí mismo y del mundo y en la inmaculada pureza de un corazón abierto enteramente al Espíritu de Dios, que lo puede llenar y vivificar.

Esta plenitud, que es producto del Espíritu del Señor, explica el enorme entusiasmo de Francisco por seguir el camino de la imitación de Cristo. No sólo aspiraba a una mera imitación exterior o a una mimética reproducción de los ejemplos de Cristo, sino que en definitiva buscaba la plena y espiritual presencia de la vida otorgada en Cristo, para vivir sencillamente conforme a ella y transparentar en la propia carne la vida y la pasión de Cristo (2 Cor 4,10).

[K. Esser, Temas espirituales. Oñate 1980, pp. 61-63]

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