martes, 28 de febrero de 2012

Hacia Dios por la penitencia (IX)

Por Kajetan Esser, o.f.m.

Orientaciones prácticas (I)

Por lo que se refiere a la práctica de la penitencia, debemos dejar bien sentado que san Francisco se muestra muy parco al hablar de las obras concretas de mortificación y penitencia. En lugar de señalar orientaciones precisas y puntos particulares, prefiere hacer hincapié en las disposiciones fundamentales del hombre. Por amor de Dios y de su Reino, el hombre debe renunciar a sí mismo y mortificar los deseos del propio yo. Acerca de esto no hay duda alguna en Francisco. El problema viene cuando se trata del modo de llevar a cabo esta orientación en casos y en vidas concretas. Francisco lo deja a la «inspiración divina», y así evita el poner trabas de antemano a la libre acción de la gracia. Por eso encontramos tan pocos detalles concretos sobre la materia en Francisco.

Por supuesto, los hermanos deben ayunar como ayunaban entonces todos los religiosos. Pero cuando se comparan las disposiciones de Francisco con las que entonces estaban en vigor en otras órdenes, se las ve notablemente más moderadas. Lo que interesa, según Francisco, es que el ayuno exterior sea siempre reflejo de la mortificación interior. «Debemos también ayunar y abstenernos de los vicios y pecados, y de la demasía en el comer y beber, y ser católicos» (2CtaF 32). También previene contra toda exageración; tiene en cuenta la condición particular de cada hermano, como su respectiva situación. Como David comió por necesidad los panes de la proposición, así también a los hermanos «en caso de necesidad, séales lícito..., dondequiera que estén, servirse de todos los manjares que pueden comer los hombres... En tiempo de manifiesta necesidad, obren todos los hermanos, en cuanto a las cosas que les son necesarias, según la gracia que les otorgue el Señor, porque la necesidad no tiene ley» (1 R 9,13.16).

Su Carta a un ministro nos da a conocer otro género de penitencia: soportar la vida tal como se presenta y soportar y aceptar a los hombres como son. E insistirá de manera particular sobre esta mortificación: «Dichoso el que soporta a su prójimo en su fragilidad como querría que se le soportara a él si estuviese en caso semejante» (Adm 18,1). El no aceptar las situaciones concretas de la vida como queridas por Dios, ni emplearlas para Él, significa para Francisco un «abuso de lo presente»; con perfecta clarividencia lo caracteriza como «afán de la carne» (2 Cel 134).

Instará a los hermanos enfermos: «Ruego al hermano enfermo que por todo dé gracias al Creador; y que desee estar tal como el Señor le quiere, sano o enfermo, porque a todos los que Dios ha predestinado para la vida eterna los educa con los estímulos de los azotes y de las enfermedades y con el espíritu de compunción, como dice el Señor: A los que yo amo, los corrijo y castigo. Y si alguno se turba o se irrita contra Dios o contra los hermanos, o si quizá pide con ansia medicinas, preocupado en demasía por la salud de la carne, que no tardará en morir y es enemiga del alma, esto viene del maligno, y él es carnal, y no parece ser de los hermanos, porque ama más el cuerpo que el alma» (1 R 10,3-4).

Por lo demás, la vida minorítica en su conjunto, con lo que de pobreza, humildad, etc., encierra, es para los hermanos la forma específica de penitencia y abnegación. Dice Jacobo de Vitry de los primeros franciscanos: «Renunciando a cuanto poseen, negándose a sí mismos, tomando la cruz, siguiendo desnudos al desnudo... corren sin impedimentos». El que se obliga a vivir según la regla de los hermanos menores y trata con seriedad de ponerla en práctica, puede estar bien seguro de que cumple las exigencias más sustanciales del evangelio sobre la penitencia.

[K. Esser, Temas espirituales. Oñate 1980, pp. 65-68]

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