Orientaciones prácticas (I)
Por lo que se refiere a la práctica de la
penitencia, debemos dejar bien sentado que san Francisco se muestra muy parco
al hablar de las obras concretas de mortificación y penitencia. En lugar de
señalar orientaciones precisas y puntos particulares, prefiere hacer hincapié
en las disposiciones fundamentales del hombre. Por amor de Dios y de su Reino,
el hombre debe renunciar a sí mismo y mortificar los deseos del propio yo.
Acerca de esto no hay duda alguna en Francisco. El problema viene cuando se
trata del modo de llevar a cabo esta orientación en casos y en vidas concretas.
Francisco lo deja a la «inspiración divina», y así evita el poner trabas de
antemano a la libre acción de la gracia. Por eso encontramos tan pocos detalles
concretos sobre la materia en Francisco.
Por supuesto, los hermanos deben ayunar
como ayunaban entonces todos los religiosos. Pero cuando se comparan las
disposiciones de Francisco con las que entonces estaban en vigor en otras
órdenes, se las ve notablemente más moderadas. Lo que interesa, según
Francisco, es que el ayuno exterior sea siempre reflejo de la mortificación
interior. «Debemos también ayunar y abstenernos de los vicios y pecados, y de
la demasía en el comer y beber, y ser católicos» (2CtaF 32). También previene
contra toda exageración; tiene en cuenta la condición particular de cada
hermano, como su respectiva situación. Como David comió por necesidad los panes
de la proposición, así también a los hermanos «en caso de necesidad, séales
lícito..., dondequiera que estén, servirse de todos los manjares que pueden
comer los hombres... En tiempo de manifiesta necesidad, obren todos los
hermanos, en cuanto a las cosas que les son necesarias, según la gracia que
les otorgue el Señor, porque la necesidad no tiene ley» (1 R 9,13.16).
Su Carta a un ministro nos da a
conocer otro género de penitencia: soportar la vida tal como se presenta y
soportar y aceptar a los hombres como son. E insistirá de manera particular
sobre esta mortificación: «Dichoso el que soporta a su prójimo en su fragilidad
como querría que se le soportara a él si estuviese en caso semejante» (Adm
18,1). El no aceptar las situaciones concretas de la vida como queridas por
Dios, ni emplearlas para Él, significa para Francisco un «abuso de lo
presente»; con perfecta clarividencia lo caracteriza como «afán de la carne» (2
Cel 134).
Instará a los hermanos enfermos: «Ruego al
hermano enfermo que por todo dé gracias al Creador; y que desee estar tal como
el Señor le quiere, sano o enfermo, porque a todos los que Dios ha predestinado
para la vida eterna los educa con los estímulos de los azotes y de las
enfermedades y con el espíritu de compunción, como dice el Señor: A los que
yo amo, los corrijo y castigo. Y si alguno se turba o se irrita contra Dios
o contra los hermanos, o si quizá pide con ansia medicinas, preocupado en
demasía por la salud de la carne, que no tardará en morir y es enemiga del
alma, esto viene del maligno, y él es carnal, y no parece ser de los hermanos,
porque ama más el cuerpo que el alma» (1 R 10,3-4).
Por lo demás, la vida minorítica en su
conjunto, con lo que de pobreza, humildad, etc., encierra, es para los hermanos
la forma específica de penitencia y abnegación. Dice Jacobo de Vitry de los
primeros franciscanos: «Renunciando a cuanto poseen, negándose a sí mismos,
tomando la cruz, siguiendo desnudos al desnudo... corren sin impedimentos». El
que se obliga a vivir según la regla de los hermanos menores y trata con
seriedad de ponerla en práctica, puede estar bien seguro de que cumple las
exigencias más sustanciales del evangelio sobre la penitencia.
[K. Esser, Temas espirituales.
Oñate 1980, pp. 65-68]
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