sábado, 25 de febrero de 2012

Hacia Dios por la Penitencia (VI)


Por Kajetan Esser, o.f.m.

La «verdadera obediencia»

El misterio de la pobreza pretende, en definitiva, dejar paso libre al Espíritu del Señor, para que pueda posesionarse plenamente del hombre. Efectivamente, quien goza del Espíritu del Señor, sólo tiene un deseo: «Que se cumpla misericordiosamente en él la voluntad del Padre celestial» (1 Cel 92). Por eso, dirá con toda razón Francisco: «Abandona todo lo que posee y pierde su cuerpo aquel que se entrega a sí mismo totalmente a la obediencia en manos de su prelado» (Adm 3,3); C. Andresen dirá a propósito de estas palabras: «La obediencia consiste en el despojamiento de uno mismo». Esta doctrina profunda aparece en su Carta a un ministro. Este se había dirigido a Francisco pidiéndole que le relevara de su cargo, ya que, a su juicio, las dificultades del oficio le impedían amar exclusivamente a Dios. Por tal motivo deseaba retirarse a un eremitorio, para así amar y servir a Dios lejos de la agitación diaria. Francisco, con la osadía de quien abandonó todas las cosas para encontrarlas de nuevo en Dios, le responde:

«Te hablo, como mejor puedo, del caso de tu alma: todas las cosas que te estorban para amar al Señor Dios y cualquiera que te ponga estorbo, se trate de hermano u otros, aunque lleguen a azotarte, debes considerarlo como gracia. Y quiérelo así y no otra cosa. Y cúmplelo por verdadera obediencia al Señor Dios y a mí, pues sé firmemente que ésta es verdadera obediencia. Y ama a los que esto te hacen. Y no pretendas de ellos otra cosa, sino cuanto el Señor te dé. Y ámalos precisamente en esto, y tú no exijas que sean cristianos mejores. Y que te valga esto más que vivir en un eremitorio» (CtaM 2-8).

La verdadera obediencia se muestra aquí, con toda lógica, cual expresión de una renuncia radical. La verdadera obediencia es plena atención y disponibilidad suma a la voluntad divina, cualidades que sólo son posibles a quien renuncia a todo querer propio, y no espera nada para sí, quedando en todo sólo a merced de la bondad de Dios y de su voluntad. Cuando se ha llegado a este grado de docilidad a la voluntad de Dios, todo se convierte en gracia: los hombres y las circunstancias, cualesquiera y comoquiera que sean, todo lo lleva directamente al amor de Dios. El caso del ministro ofrece a Francisco la ocasión de desenmascarar las astucias del amor propio, habilísimo en camuflarse bajo apariencias espirituales. Ahí radica precisamente a su juicio el obstáculo mayor a la libre acción de la gracia: «Guardémonos mucho de la malicia y astucia de Satanás, que quiere que el hombre no tenga su mente y su corazón vueltos a Dios. Y, acechando en torno, desea apoderarse del corazón del hombre, so pretexto de alguna merced o favor» (1 R 22,19-20).

Todos los pretextos bajo los que se encubre y disimula la acción de Satanás persiguen siempre la misma finalidad: hacer que el hombre tome su vida y la dirija según sus propios gustos. En cambio, la obediencia, que es la forma más pura de desasimiento, frustrará totalmente las argucias del demonio. Francisco, «perseverando en la cruz, mereció volar a las alturas de los espíritus más sublimes. Siempre permaneció en la cruz, no esquivando trabajo ni dolor alguno, con tal de que se realizara en sí y por sí la voluntad del Señor» (1 Cel 115).

[K. Esser, Temas espirituales. Oñate 1980, pp. 59-61]

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