viernes, 17 de febrero de 2012

La Meditación Franciscana (III)


Por Octaviano Schmucki, o.f.m.cap.

«Método» de la oración franciscana (I)

Hablar de método, es decir, de un modo racional de proceder en la práctica de la oración mental de san Francisco, puede parecer, a primera vista, una paradoja, pues ni los Escritos ni los biógrafos ofrecen ocasión alguna para deducir que él siguiera personalmente, o elaborase para otros, un sistema de meditación, como han hecho otros santos. Dicho procedimiento parecería en contradicción con la libertad evangélica a la que siempre se atuvo Francisco. Por «método», así, entre comillas, intento indicar simplemente algunas fases de la oración mental inherentes a la naturaleza humana, que Francisco no pudo descuidar, y que corresponden a su índole humano-religiosa, en lo que de ella conocemos.

Francisco, no obstante referirse a un caso particular, habla de «las cosas que consigo de Dios a fuerza de mucha oración y meditación» (LP 106). El contacto con Dios choca en el corazón del hombre contra la naturaleza sensible, atraída y desviada por muchos otros objetos.

El primer estadio fue el recogimiento. El biógrafo Tomás de Celano nos habla del esfuerzo de Francisco por apartar las distracciones durante la oración. También él tenía que empeñarse a fondo para verse libre de fantasías vanas y espantar las moscas fastidiosas de la distracción, antes de alcanzar una serena e intensa unión de su corazón con Dios. Francisco se sirvió de todos los medios a su alcance para favorecer el proceso de interiorización, por ejemplo, lugares solitarios, casi inaccesibles al hombre, una segunda celda dentro de la normal, con el fin de restringir al máximo el campo visual y el espacio vital, el silencio ambiental, vocal, evangélico y mental.

Otro estadio en el campo del desprendimiento lo constituyó el arrepentimiento de los pecados y negligencias cometidas. El episodio narrado por Celano acerca de la infusa «certeza del perdón de todos sus pecados», acaecido posiblemente en Poggio Bustone, manifiesta la postura típica del santo. La jaculatoria: «¡Oh Dios, sé propicio a mí, pecador!», repetida constantemente en aquella oración, podría indicarnos su costumbre habitual al acercarse a la Santidad infinita de Dios (cf. 1 Cel 26). Este elemento de compunción no sólo se encuentra en el Confiteor de la Carta a toda la Orden, sino incluso en elCántico del Hermano Sol: «y ningún hombre es digno de hacer de Ti mención».

A todo esto seguía normalmente la consideración de un texto bíblico, o de un misterio divino, o de un acontecimiento o suceso de la jornada. Aunque sus Escritos no nos permiten sacar muchas deducciones al respecto, Francisco debía ser conocedor del procedimiento discursivo, pues no hubiera podido renunciar nunca a su naturaleza marcadamente poética. Por lo demás, falto de una cultura filosófico-teológica en sentido estricto, su procedimiento de meditación discursiva se movía más por asociación de ideas, a partir de ciertas afinidades, que por la lógica del razonamiento. Encontramos ejemplos muy significativos de este proceder en sus Admoniciones, y particularmente en la primera «acerca del Cuerpo de Cristo».

Es probable que esta fase discursiva se redujera e incluso desapareciera por completo, conforme iba progresando en la contemplación mística, pues sabemos que, con el tiempo, cualquier motivo era suficiente para conseguir inmediata y plenamente el diálogo con Dios. El hecho siguiente, transmitido por Celano, nos sirve de ejemplo y documenta esta afirmación: «Entre otras expresiones usuales en la conversación, no podía oír la del "amor de Dios" sin conmoverse hondamente. En efecto, al oír mencionar el amor de Dios, de súbito se excitaba, se impresionaba, se inflamaba, como si la voz que sonaba fuera tocara como un plectro la cuerda íntima del corazón... Solía decir: "Tenemos que amar mucho el amor del que nos ha amado mucho"» (2 Cel 196).

Como ha destacado muy bien el padre E. Grau, la devoción particular de Francisco al «Amor de Dios» no se refiere al amor que nosotros tenemos a Dios, sino al amor que Dios nos tiene. Si bien Francisco exhorta con frecuencia a amar a Dios con todas las fuerzas, comprende que los esfuerzos humanos son infinitamente inadecuados para alcanzar las exigencias de la meta propuesta. El hombre no debe presumir nunca de haber progresado suficientemente en el camino del amor, o de poseerlo sin más, como un fin conseguido. Como demuestra claramente la última frase citada, ejemplo típico de un pensamiento que él acostumbraba saborear noches enteras, era la condescendencia del amor divino, manifestada en la historia de la salvación, lo que le colmaba de alegría y admiración indecibles.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. III, n. 7 (1974) 45-47]


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