lunes, 20 de febrero de 2012

Hacia Dios por le penitencia (I)


Por Kajetan Esser, OFM

La imitación del Crucificado

Si a san Francisco se le hubiera preguntado por el motivo de su extraordinaria ascesis, inmediatamente hubiera señalado sin duda al Crucificado. Como en todo lo demás, también aquí la contemplación de la vida del hombre-Dios Jesucristo y la escucha de su palabra inspiraron sus actitudes ascéticas. Era para él razón más que suficiente para obrar de idéntica manera: «Reparemos todos los hermanos en el buen Pastor, que por salvar a sus ovejas soportó la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en el sonrojo y el hambre, en la debilidad y la tentación, y en todo lo demás; y por ello recibieron del Señor la vida sempiterna» (Adm 6). Cristo, pobre y despreciado, crucificado, que invita a los hombres a imitar, o más bien, a reproducir, su vida, fue para Francisco el más poderoso incentivo para una vida de penitencia y mortificación.

La cruz de Cristo había sellado enteramente su vida: «Con ardoroso amor llevaba y conservaba siempre en su corazón a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Cel 115). Y la cruz, áspera y pesada, la llevaba clavada en lo más profundo de su corazón: «Todos los afanes del hombre de Dios, en público como en privado, se centraban en la cruz del Señor». «Estaba siempre contemplando el rostro de su Cristo; estaba siempre acariciando al varón de dolores y conocedor de todo quebranto» (2 Cel 85). Así se iba robusteciendo en él día tras día su unión con Jesús crucificado, y esa unión viva iba transformando la vida de nuestro santo. La participación en la pasión de Cristo le hacía ver su propia vida con una luz enteramente nueva.

Tomás de Celano se encargará de evocar los extremos que alcanzaba tal transformación: «Francisco estaba ya muerto al mundo y Cristo vivía en él. Los placeres del mundo le eran cruz, porque llevaba arraigada en el corazón la cruz de Cristo» (2 Cel 211). «Todo anonadado, permanecía largo tiempo en las llagas del Salvador» (1 Cel 71). La pasión de Cristo constituía el centro de su vida y la cruz de Cristo la regla de su conducta. De manera que su única aspiración se resumía en configurarse a la imagen de Cristo crucificado por la renuncia a sí mismo y la mortificación. En él se cumplió una de sus expresiones favoritas, eco de un axioma fundamental de su vida: «Tenemos que amar mucho el amor del que nos ha amado mucho» (2 Cel 196).

Lo que con gran acierto supo participar a sus hermanos por el testimonio de su conducta, supo también expresarlo en sus enseñanzas. Cuando por vez primera planeó por escrito el género de vida que habían de llevar sus hermanos, les asignó como meta «seguir la doctrina y las huellas de nuestro Señor Jesucristo», inspirándose para ello en las palabras del Señor: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame» (1 R 1,1.3).

Más prolijamente exhorta a sus hermanos: «Prestemos atención todos los hermanos a lo que dice el Señor: Amad a vuestros enemigos y haced el bien a los que os odian, pues nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo al que lo entregaba y se ofreció espontáneamente a los que lo crucificaron. Son, pues, amigos nuestros todos los que injustamente nos causan tribulaciones y angustias, sonrojos e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte» (1 R 22,1-3). Y al darles sus últimos consejos desde su lecho de muerte, les amonesta de forma apremiante «a seguir perfectamente las huellas de Jesús crucificado» (Lm 7,4). Con estas palabras breves, pero incisivas, que jalonaron toda su vida y la de sus hermanos, establecerá los fundamentos evangélicos sobre los que habrán de edificar seguidamente los hermanos menores su vida de penitencia.

Pero nos queda todavía por demostrar que la pasión y muerte de Jesús fueron para Francisco algo más que un ejemplo a imitar; eran más bien una exigencia íntima de transformación personal. Francisco logró vivir esta transformación mediante una negación propia y una penitencia que le convirtieron en un símbolo vivo del crucificado: «Llevaba arraigada en el corazón la cruz de Cristo. Y le brillaban las llagas al exterior -en la carne-, porque la cruz había echado muy hondas raíces dentro, en el alma» (2 Cel 211).

[K. Esser, Temas espirituales. Oñate 1980, pp. 47-50]

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