- - - - - - - - - -
Invitación
a la penitencia
Nos
encontramos hoy en el primer día de Cuaresma, Miércoles de Ceniza. En esta
jornada, al comenzar el de cuarenta días de preparación a la Pascua, la Iglesia
nos impone la ceniza sobre la cabeza y nos invita a la penitencia. La palabra
penitencia se repite en muchas páginas de la Sagrada Escritura, resuena en la
boca de tantos profetas y, en fin, de modo particularmente elocuente, en la
boca del mismo Jesucristo: «Arrepentios, porque el reino de los cielos está
cerca» (Mt. 3,2). Se puede decir que Cristo introdujo la tradición del ayuno de
cuarenta días en el año litúrgico de la Iglesia, porque Él mismo «ayunó
cuarenta días y cuarenta noches» (Mt 4,2), antes de comenzar a enseñar. Con
este ayuno cuadragesimal, la Iglesia, en cierto sentido, esta llamada cada año
a seguir a su Maestro y Señor si quiere predicar eficazmente su Evangelio. El
primer día de Cuaresma –precisamente hoy– debe testimoniar de modo especial que
la Iglesia acepta esta llamada de Cristo y que desea cumplirla.
Convertirse
a Dios
La
penitencia en sentido evangélico significa sobre todo conversión. Bajo este
aspecto es muy significativo el pasaje del Evangelio del Miércoles de Ceniza. Jesús
habla del cumplimiento de los actos de penitencia conocidos y practicados por
sus contemporáneos, por el pueblo de la Antigua Alianza. Pero al mismo tiempo
somete a crítica el modo puramente externo del cumplimiento de estos actos:
limosna, ayuno, oración, porque ese modo es contrario a la finalidad propia de
los mismos actos. El fin de los actos de penitencia es un más profundo
acercarse a Dios mismo para poderse encontrar con Él en lo íntimo de la entidad
humana, en el secreto del corazón.
«Cuando
hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen
los hipócritas... para ser alabados de los hombres... ; No sepa tu izquierda lo
que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre que ve lo
oculto te premiará.
Cuando
oréis, no seáis como los hipócritas..., para ser vistos de los hombres...,
sino... entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu padre que está en lo
secreto; y tu Padre que ve en lo escondido, te recompensará.
Cuando
ayunéis no aparezcáis tristes, como los hipócritas..., (sino)... úngete la
cabeza y lava tu cara para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre
que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt.
6,2).
Por
lo tanto, el significado primero y principal de la penitencia es interior,
espiritual. El esfuerzo principal de la penitencia consiste en entrar en sí
mismo, en lo más profundo de la propia entidad, entrar en esa dimensión de la
propia humanidad en la que, en cierto sentido, Dios nos espera. El hombre exterior
debe ceder –diría– en cada uno de nosotros al hombre interior y, en cierto
sentido, dejarle el puesto. En la vida corriente el hombre no vive bastante
interiormente. Jesucristo indica claramente que también los actos de devoción y
de penitencia (como el ayuno, la limosna, la oración) que por su finalidad
religiosa son principalmente interiores, pueden ceder al exteriorizan
corriente, y, por lo tanto, pueden ser falsificados. En cambio, la penitencia,
como conversión a Dios, exige sobre todo que el hombre rechace las apariencias,
sepa liberarse de la falsedad y encontrarse en toda su verdad interior. Hasta
una mirada rápida, breve, en el fulgor divino de la verdad interior del hombre,
es ya un éxito. Pero es necesario consolidar hábilmente este éxito mediante un
trabajo sistemático sobre sí mismo. Tal trabajo se llama ascesis (así lo
llamaban ya los griegos de los tiempos de los orígenes del cristianismo).
Ascesis quiere decir esfuerzo interior para no dejarse llevar y empujar por las
diversas corrientes exteriores, para permanecer así siempre ellos mismos y
conservar la dignidad de la propia humanidad.
Pero
el Señor Jesús nos llama a hacer aún algo más. Cuando dice «entra en tu cámara
y cierra la puerta», indica un esfuerzo ascético del espíritu humano que no
debe terminar en el hombre mismo. Ese cerrarse es, al mismo tiempo, la apertura
más profunda del corazón humano. Es indispensable para encontrarse con el
Padre, y por esto debe realizarse. «Tu Padre, que ve en lo secreto, te
recompensará. Aquí se trata de recobrar la sencillez de pensamiento, voluntad y
corazón, que es indispensable para encontrarse con Dios en el propio yo
interior. ¡Y Dios espera esto para acercarse al hombre interiormente recogido
y, a la vez, abierto a su palabra y a su amor! Dios desea comunicarse al alma
así dispuesta. Desea darle la verdad y el amor que tienen en Él la verdadera
fuente.
Liberación
espiritual
Así,
pues, la corriente principal de la Cuaresma debe correr a través del hombre
interior, a través de corazones y conciencias. En esto consiste el esfuerzo
esencial de la penitencia. En este esfuerzo, la voluntad humana de convertirse
a Dios es investida por la gracia proveniente de conversión y, al mismo tiempo,
de perdón y liberación espiritual. La penitencia no es sólo un esfuerzo, una
carga, sino también una alegría. A veces es una gran alegría del espíritu
humano, alegría que otros manantiales no pueden dar.
Parece
que el hombre contemporáneo haya perdido, en cierta medida, el sabor de esta
alegría. Ha perdido además el sentido profundo de aquel esfuerzo espiritual que
permite volver a encontrarse a sí mismo en toda la verdad de la intimidad
propia. A esto contribuyen muchas causas y circunstancias que es difícil
analizar en los limites de este discurso. Nuestra civilización –sobre todo en
Occidente–, estrechamente vinculada con el desarrollo de la ciencia y de la
técnica, entrevé la necesidad del esfuerzo intelectual y físico; pero ha
perdido notablemente el sentido del esfuerzo del espíritu, cuyo fruto es el
hombre visto en sus dimensiones interiores.
En
fin, el hombre que vive en las corrientes de esta civilización pierde muy
frecuentemente la propia dimensión; pierde el sentido interior de la propia
humanidad. A este hombre le resulta extraño tanto el esfuerzo que conduce al
fruto hace poco mencionado como la alegría que proviene de él: la alegría
grande del descubrimiento y del encuentro, la alegría de la conversión
(metanoia), la alegría de la penitencia.
La
liturgia austera del Miércoles de Ceniza y, después, todo el período de la
Cuaresma es –como preparación a la Pascua– una llamada sistemática a esta
alegría: a la alegría que fructifica por el esfuerzo del descubrimiento de sí
mismo con paciencia: «Con vuestra paciencia compraréis (la salvación) de
vuestras almas» (Lc. 21,19).
Que
nadie tenga miedo de emprender este esfuerzo.
Papa Juan Pablo II
Ciudad
del Vaticano, 7 de febrero de 1979
No hay comentarios.:
Publicar un comentario