martes, 21 de febrero de 2012

Hacia Dios por la penitencia (II)

Por Kajetan Esser, o.f.m.

Participación en el sacrificio de Cristo

La vida tras las huellas del Crucificado -«el verdadero amor de Cristo había transformado al amante en fiel imagen de Él» (2 Cel 135)-, Francisco la ve reproducida de forma siempre nueva en la participación sacramental del sacrificio de la santa misa, pues en ésta encuentra un permanente impulso para renovar la imitación de Cristo: «Como tenía en gran reverencia lo que es digno de toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos los miembros, y al recibir al Cordero inmolado inmolaba también el alma en el fuego que le ardía de continuo en el altar del corazón» (2 Cel 201).

En la identificación con el sacrificio del altar realiza Francisco paso a paso esa su participación personal en la pasión de Cristo, de tanto relieve en su vida. Ahora bien, lo que él vivía como ejemplo de sus hermanos, lo exigía después de ellos. En su Carta a toda la Orden formula sus exigencias en términos muy expresivos: les pide, les suplica insistentemente que «ofrezcan purificados, con pureza y reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con intención santa y limpia, y no por cosa alguna terrena ni por temor o amor de hombre alguno, como para agradar a los hombres; sino que toda voluntad, en cuanto puede con la ayuda de la gracia, se dirija a Dios, deseando con ello complacer al solo sumo Señor, porque sólo Él obra ahí como le place; pues, como Él mismo dice: Haced esto en conmemoración mía...» (CtaO 14-16).

Llama la atención sobre todo esa afirmación categórica de que en la celebración eucarística obra sólo el Señor: «Porque sólo Él obra como le place» (CtaO 15). Sólo Dios obra el bien en nuestro actuar; y esto vale soberanamente en el caso de la celebración del memorial del Señor. Pero esa operación divina requiere pureza en el hombre, pureza que, según san Francisco, incluye dos elementos complementarios: libertad del hombre frente a las cosas terrenas y libertad para la acción de Dios en él. Esto no será posible a no ser que el hombre renuncie a sí mismo y se mortifique para llevar una vida orientada únicamente hacia Dios. Dicha pureza sólo la puede producir la gracia del Altísimo, que en el rito sacrificial de la nueva alianza obra sólo Él, según le place. Esta misteriosa concatenación de la operación divina y de la cooperación humana, que se da en la celebración eucarística y en una vida ajustada a ella por medio de la negación propia y la penitencia, Francisco la resumirá al final de su instrucción en una frase profunda: «Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 29).

La vida de penitencia, centrada en la participación del sacrificio eucarístico, es, por tanto, al mismo tiempo preparación y fruto, obra de Dios y acción del hombre, fundidas las dos en un todo. En definitiva: una respuesta del amor reconocido del hombre al Amor de Dios que se nos da en Cristo Jesús.

[K. Esser, Temas espirituales. Oñate 1980, pp. 50-52]

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