miércoles, 1 de febrero de 2012

Cómo concibió y vivió San Francisco el anuncio evangélico: II. Presencia discreta y laboriosa entre los hombres

Por Michael Hubaut, OFM.

«Y los hermanos que van entre infieles, pueden comportarse entre ellos espiritualmente de dos modos. Uno, que no promuevan disputas y controversias, sino que se sometan a toda humana criatura por Dios y confiesen que son cristianos» (1 R 16,5-6).

Francisco considera, pues, como «anuncio del Evangelio» esa prolongación directa del misterio de la Encarnación de Cristo. Esta «misión de Nazaret» será descubierta de nuevo por un Charles de Foucauld, que tanto debe a san Francisco en este aspecto. El comportamiento de Jesús es una Buena Nueva, tan decisiva como su enseñanza. ¡Sería extraño hablar de anuncio del Evangelio olvidando que Aquél que dijo: «He venido a prender fuego en el mundo, y ¡ojalá estuviera ya ardiendo!» (Lc 12,49), pasó treinta de sus treinta y tres años de vida terrestre en el silencio de lo cotidiano del hombre! ¡Estas son las prisas de Dios! ¡Con tantos carpinteros como había en su tiempo! Esta proximidad sorprendente de Dios que se infiltra suavemente en el tejido de las cosas simples de la vida de los hombres es un «anuncio» revolucionario. La Palabra hecha carne no se manifestó durante treinta años más que en la trama de las relaciones humanas: visitas a los vecinos, a los parientes; presencia en las fiestas del pueblo, en los acontecimientos familiares, religiosos; participación en las oraciones que se hacían en la sinagoga del pueblo los sábados, en la peregrinación anual a Jerusalén... Esta proximidad es tan grande que el día en que Jesús manifestará su divinidad, los que le rodeaban se quedarán profundamente sorprendidos (Mc 6,3). Jesús es una revelación sorprendente del Anuncio del Evangelio.

Esta manera de ser de una vida evangélica fue una de las modalidades esenciales de anuncio para los primeros hermanos menores. Estén ocupados en los trabajos de la temporada dentro del medio ambiente o en las leproserías, la importancia que san Francisco da en las Reglas a la cuestión del trabajo en el exterior es un testimonio evidente de ello. Señalemos de paso que Francisco no envió a sus hermanos a trabajar en casas de terceros para invitar a los hombres a tomar en serio ese trabajo -tenían ya tendencia a trabajar en demasía-, sino para introducir en la vida de trabajo el Santo Evangelio y la vida del Espíritu.

Lo más notable es que Francisco considera esta presencia fraterna como una «función espiritual» entre los mismos infieles y no sólo en el seno de la cristiandad. Porque «confesar que uno es cristiano», tampoco es callarse en una vida anónima, anulada, inodora e insípida en el espesor de lo humano. Vivir como hermanos, invitar a los hombres a reconocerse «hermanos» es un anuncio misionero fundamental. Esta Buena Nueva es tan enorme que se basta a sí misma como «función espiritual». Es, por lo demás, el único signo de «reconocimiento» de su presencia actual entre los hombres que Cristo resucitado deja a su Iglesia: «En esto conocerán que sois discípulos míos: en que os amáis unos a otros» (Jn 13,35).

Ahora bien, esta fraternidad evangélica vivida y compartida es lo contrario de un silencio. Ella será necesariamente un riesgo, una provocación y siempre un combate. Invitar a los hombres a descubrir que son hermanos es un «anuncio» que, a veces, costará caro en compromisos dolorosos. ¡No basta estar insertados para estar próximos, no basta estar próximos para estarpresentes! Confesar que soy cristiano en medio de los «infieles», significa en todo caso arriesgar mucho. Cada uno puede fácilmente situar esto en los contextos culturales actuales. Los primeros compañeros de Francisco, si bien compartían los trabajos de sus contemporáneos, estaban lejos de encontrarse «tranquilamente» insertos, ¡causaban incluso escándalo! Paradójicamente, estaban más marginados que integrados en su sociedad. Su «anuncio» silencioso tenía aires de rupturas que estallaban como palabras provocativas.

Este tiempo de la amistad compartida, del amor sembrado, del grano enterrado es, por tanto, una forma de «palabra» tenida en cuenta por Francisco y sus hermanos. No se trata sólo de hablar del Reino, sino de vivirlo ya un poco, de proclamar con la propia vida que se poseen ya algunas semillas y algunos bienes: la paz, la alegría, la justicia, el amor, los frutos del Espíritu de las Bienaventuranzas. Los hombres deben presentir, por el anuncio de nuestra vida, los secretos de ese mundo nuevo. En el fondo, Francisco captó fuertemente que el Reino no es una realidad que se demuestra, sino que se muestra.

Una de las características de este anuncio es el respeto a las personas, virtud evangélica y franciscana fundamental. Esta amistad verdadera, sin cálculos, invita por sí misma a compartir lo que cada uno tiene de más profundo y mejor. A veces, y con más frecuencia de lo que se piensa -he sido a menudo testigo de ello en país musulmán-, se nos puede presentar la ocasión de compartir lo que constituye el corazón de nuestra vida: yo hablaré de mi Señor, a quien amo, y él me hablará de sus convicciones, sencillamente, libremente, respetuosamente, porque cada uno sabe que el otro no trata de recuperarlo, de enrolarlo en su sistema, puesto que se ama y se tiene un respeto mutuo.

Según Francisco, para vivir esta clase de «anuncio», era necesario recibir el llamamiento del Espíritu del Señor y estar enteramente habitado por su presencia. Porque hace falta saber callarse y escuchar largo tiempo para discernir y anunciar los pasos de Dios en una realidad humana. Escuchar y compartir, intercambiar mutuamente nuestros puntos de vista para ver las huellas de Dios que cruzan los pasos de los hombres, supone hermanos convencidos, como Francisco, de que el amor de Dios nos precede por todas partes, activo en la vida de las personas y de los grupos, a pesar de las ambigüedades y del pecado. Y este «Espíritu que continúa su obra en el mundo y consuma toda santificación» no se discierne más que junto a lo más profundo de las realidades de cada día. Atreverse a anunciar la Buena Nueva de Jesucristo, requiere que ella resuene en lo más profundo de nuestras solidaridades. Gritar a Jesús como un eslogan publicitario, pegado en el exterior (pienso en esas singulares pegatinas), encargado de realizar el milagro de la felicidad, es una falta de fe en el Cristo encarnado y una falta de respeto a las personas.

El anuncio de Jesucristo resuena en «una historia de salvación». Tal anuncio brota de Dios, pero en medio de los hombres. «Anunciar» en el interior de todos los grupos humanos, es vivir a Cristo que quiso él mismo estar vinculado a una condición social y cultural determinada; esto no es recortar la Buena Nueva, sino darle su «encarnación». Francisco lo presintió ya perfectamente.

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