De la catequesis de S. S.
Benedicto XVI
en la audiencia general del miércoles 13-IV-2011
Queridos
hermanos y hermanas:
En las
audiencias generales de estos últimos dos años nos han acompañado las figuras
de muchos santos y santas: hemos aprendido a conocerlos más de cerca y a
comprender que toda la historia de la Iglesia está marcada por estos hombres y
mujeres que con su fe, con su caridad, con su vida han sido faros para muchas
generaciones, y lo son también para nosotros. Los santos manifiestan de
diversos modos la presencia poderosa y transformadora del Resucitado; han
dejado que Cristo aferrara tan plenamente su vida que podían afirmar como san
Pablo: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20). Seguir su
ejemplo, recurrir a su intercesión, entrar en comunión con ellos, «nos une a
Cristo, del que mana, como de fuente y cabeza, toda la gracia y la vida del
pueblo de Dios» (LG 50). Al final de este ciclo de catequesis, quiero ofrecer
alguna idea de lo que es la santidad.
¿Qué quiere
decir ser santos? ¿Quién está llamado a ser santo? A menudo se piensa todavía
que la santidad es una meta reservada a unos pocos elegidos. San Pablo, en
cambio, habla del gran designio de Dios y afirma: «Dios nos eligió en Cristo
antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él
por el amor» (Ef 1,4). Y habla de todos nosotros. En el centro del designio
divino está Cristo, en el que Dios muestra su rostro: el Misterio escondido en
los siglos se reveló en plenitud en el Verbo hecho carne. Y san Pablo dice
después: «Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud» (Col 1,19).
En Cristo el Dios vivo se hizo cercano, visible, audible, tangible, de manera
que todos puedan recibir de su plenitud de gracia y de verdad. Por esto, toda
la existencia cristiana conoce una única ley suprema, la que san Pablo expresa
en una fórmula que aparece en todos sus escritos: en Cristo Jesús.
La santidad,
la plenitud de la vida cristiana no consiste en realizar empresas
extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios, en hacer
nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La santidad se
mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, por el grado en que, con
la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida según la suya. Es ser
semejantes a Jesús. El concilio Vaticano II habla con claridad de la llamada
universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido de ella: «En los
diversos géneros de vida y ocupación, todos cultivan la misma santidad. En
efecto, todos, por la acción del Espíritu de Dios, siguen a Cristo pobre,
humilde y con la cruz a cuestas para merecer tener parte en su gloria» (LG 41).
Pero
permanece la pregunta: ¿cómo podemos recorrer el camino de la santidad,
responder a esta llamada? ¿Puedo hacerlo con mis fuerzas? La respuesta es
clara: una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de
nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces santo, quien nos hace santos;
es la acción del Espíritu Santo la que nos anima desde nuestro interior; es la
vida misma de Cristo resucitado la que se nos comunica y la que nos transforma.
Para decirlo una vez más con el concilio Vaticano II: «Los seguidores de Cristo
han sido llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propios
méritos, sino por su designio de gracia. El bautismo y la fe los ha hecho
verdaderamente hijos de Dios, participan de la naturaleza divina y son, por
tanto, realmente santos. Por eso deben, con la gracia de Dios, conservar y
llevar a plenitud en su vida la santidad que recibieron» (LG 40).
La santidad
tiene, por tanto, su raíz última en la gracia bautismal, en ser insertados en
el Misterio pascual de Cristo, con el que se nos comunica su Espíritu, su vida
de Resucitado. San Pablo subraya con mucha fuerza la transformación que lleva a
cabo en el hombre la gracia bautismal y llega a acuñar una terminología nueva,
forjada con la preposición «con»: con-muertos, con-sepultados,
con-resucitados, con-vivificados con Cristo; nuestro destino está unido
indisolublemente al suyo. «Por el bautismo -escribe- fuimos sepultados con él
en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos
(...), así también nosotros andemos en una vida nueva» (Rom 6,4). Pero Dios
respeta siempre nuestra libertad y pide que aceptemos este don y vivamos las
exigencias que conlleva; pide que nos dejemos transformar por la acción del
Espíritu Santo, conformando nuestra voluntad a la voluntad de Dios.
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