«El Señor me llevó entre los leprosos»
Por Lázaro Iriarte, OFMCap
La conversión,
en sentido teológico, puede entenderse como el triunfo de la acción salvífica
de Dios, que logra la respuesta del hombre en un grado tal de disponibilidad
que éste experimenta «el arrancarse del pecado y ser introducido en el misterio
del amor del Creador, de quien se siente llamado a iniciar una comunicación con
Él en Cristo. El nuevo convertido, en efecto, por la acción de la gracia
divina, emprende un camino espiritual por el que, participando ya por la fe del
misterio de la muerte y de la resurrección, pasa del hombre viejo al nuevo
hombre perfecto en Cristo» (Vaticano II: Ad gentes 13).
Francisco
tuvo conciencia clara de este cambio total de postura que se produjo en su vida
por obra de la gracia. Quedaba atrás un pasado de pecados -no importa
cuántos ni cuales- y daba comienzo una vida nueva, iluminada plenamente por el
misterio del amor del Padre celestial y por la presencia de Cristo en su
camino. Esa experiencia, reflejada un poco en todos sus escritos, hállase
plasmada en términos inequívocos al comienzo del Testamento:
El Señor me
dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia:
porque, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo ver a los
leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia
con ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me
convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me detuve un poco, y salí
del siglo (Test 1-3).
No se ve
claro si la locución «al apartarme de los mismos» se refiere a los leprosos
o a los pecados. En el contexto parece más probable lo segundo, es
decir: Francisco ve en la transformación experimentada -lo amargo en dulce- un
efecto de la liberación de los pecados, que antes le impedían una apreciación
recta y un gusto cabal de las cosas. Es lo que había expresado ya en su Carta a
todos los fieles: «Todos aquellos que no viven en penitencia, y no
reciben el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, y se dedican a
vicios y pecados; y los que andan tras la mala concupiscencia y los malos
deseos... están ciegos, porque no ven la verdadera luz, nuestro Señor
Jesucristo. No tienen la sabiduría espiritual... Ved, ciegos, que al cuerpo le es
dulce hacer el pecado y amargo servir a Dios» (2CtaF 63-69).
Los biógrafos
modernos no han dejado de notar la importancia de la aproximación progresiva
del joven Francisco a los pobres en el proceso de su conversión; pero ninguno,
que yo sepa, ha puesto de relieve el papel de esos hechos en cuanto respuesta a
una revelación cada vez más clara, cada vez más apremiante del Salvador, y en
cuanto descubrimiento del ideal de la «pobreza y humildad de nuestro Señor
Jesucristo», que llegaría a ser el centro de su vida según el Evangelio. En san
Pablo el «Yo soy Jesús a quien tú persigues» fue un rompiente de luz
insospechada que vivificaría toda su visión teológica del misterio de Cristo
presente en sus miembros los fieles; así también para Francisco el hecho de
haber llegado al encuentro con Cristo a través del pobre, sobre todo a través
del leproso, iluminaría su concepción total de la Encarnación y del seguimiento
del «Cristo pobre y crucificado».
La
trayectoria seguida por la gracia en el caso del hijo de Pedro Bernardone no es
una excepción, sino estilo muy normal en la economía de la salvación. «La
elección de Israel y su historia muestran que Dios se revela en la pobreza», ha
escrito el padre Congar. Es, sobre todo, vía auténtica de conversión: «Día tras
día me buscan y quieren saber mis caminos, como si fueran un pueblo que ama la
justicia... ¿Sabéis qué ayuno quiero yo? Dice el Señor: romper las ataduras
inicuas, dejar ir libres a los oprimidos..., partir el pan con el hambriento,
albergar al pobre sin abrigo, vestir al desnudo y no volver tu rostro ante tu
hermano. Entonces brillará tu luz como la aurora, y se dejará ver pronto tu
salud... Entonces llamarás y Dios te oirá; le invocarás, y Él dirá: Aquí me
tienes...» (Is 58,2-9).
Lo que era
pauta de aproximación a Dios para el pueblo escogido lo es mucho más, en la
doctrina del Nuevo Testamento, para la entrada de cada redimido en la comunión
con Dios. «El que no ama al prójimo a quien ve, ¿cómo amará a Dios a quien no
ve?» (1 Jn 4,20). Ir al hermano, al hermano pobre en el más amplio sentido de
la palabra, es ir a Dios. El camino para ir al Padre es Cristo, el «hijo del
hombre», y el camino para encontrar a Cristo es el pobre, como Él mismo lo ha
afirmado (Mt 25,31-46). El pobre es el «sacramento» de la presencia de Cristo
en medio de nosotros, en medio de la Iglesia mientras dura su peregrinación en
el tiempo.
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