Por Ignace Étienne Motte y
Gérald Hégo, OFM
La libertad
de san Francisco
La alegría de
Francisco tiene poco que ver con la exigua alegría del hombre que se levanta de
buen humor por la mañana; cierto que debe exteriorizarse, que debe leerse esta
alegría en los ojos, que debe ser participada, comunicada: el día de Navidad,
hasta las paredes deben untarse con carne. Pero la alegría de Francisco es la
explosión del corazón de aquel para quien cada mañana es mañana de liberación;
la alegría de quien está salvado y, con un solo hábito, sin dinero, provisto
únicamente de la sonrisa, va por el mundo a compartir su propia liberación
pascual y su nostalgia del Reino. Alegría de quien ya no es esclavo sino hijo;
alegría de quien, liberado de la ley, ama apasionadamente y hace lo que quiere,
porque su ley es la caridad. Su andadura, en el austero caminar sobre la
tierra, es una danza ligera y libre porque él sabe, porque él cree que, aun en
medio de su búsqueda ansiosa, Dios está presente y Dios lo salva.
Y ocurre
entonces que el mundo exterior, a cuyos atractivos había renunciado Francisco
por penitencia, se presenta a este hombre liberado con un rostro totalmente
nuevo. Si Francisco se había transformado en hombre de interioridad por las
prolongadas permanencias en las cuevas (Le Carceri, Trasimeno, Fonte Colombo,
Greccio, Poggio Bustone, Alverna: nombres, ante todo, de cavernas, lugares
solitarios donde Dios hablaba a su siervo), cuando salía de ellas, de este su
mundo interior enteramente sobrenatural, Francisco redescubría la inmensidad y
la belleza de la creación con un lirismo único, y no a la manera de un artista.
Chesterton ha dicho que Francisco volvía a tomar contacto con la creación como
por sorpresa, que ella le fue devuelta enteramente nueva, y que entonces la
contemplaba como el juglar de Nuestra Señora, caminando sobre las manos y
cabeza abajo. Quiso decir con esto que Francisco admiraba la vasta llanura de
Asís, aquel asno, aquellos corderos, aquellos ocasos del sol sobre la piedra
rojiza de las casas, las estrellas, todo, como suspendido de Dios, formando un
mundo divino, familiar, en el que todos son hermanos y hermanas.
Tras el
viraje interior operado a través de los largos coloquios en las grutas, el
mundo de las cosas se le presentaba a Francisco como desprendido del hombre y
vuelto a Dios. Todo lo contempla desde el punto de vista de Dios. Es, en cuanto
al mundo exterior, el resultado del misterio pascual que con acentos y colorido
de pobreza se ha realizado en Francisco. Desarrapado y sin techo, olvidado de
sí, pone a todas las criaturas bajo el mismo cobijo que su propia persona: al
amparo de Dios, a quien pertenece todo bien.
Es entonces
cuando brota de sus labios, como no había brotado hasta entonces de labios de
ningún hombre, «eso tan noble que se llama la alabanza»; es entonces cuando
Francisco, hombre nuevo, contempla con ojos nuevos un universo lavado en la
sangre del Salvador que recobra su armonía por esa pascua secreta efectuada en
el corazón. Como juglar que marcha cabeza abajo, se encuentra a su gusto en un
mundo que mira con ojos distintos de los nuestros humanos y que lo pinta con
palabras de príncipe y de rey. Su Cántico de las criaturas es un cántico
pascual por excelencia, el cántico de un hombre libre.
Finalmente,
la libertad de Francisco es la victoria del Espíritu de Dios sobre su carne:
«El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer
penitencia: porque, como estaba en pecados, me parecía extremadamente amargo
ver a los leprosos. Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la
misericordia con ellos. Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía
amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo» (Test 1-3).
Estas son las
primeras palabras de su Testamento, y con ellas nos enseña cómo se inició esta
liberación, cómo nació en él el gozo de servir a Dios. ¿Quién podrá decir el
grado de libertad a que había llegado en el Alverna en el momento de recibir la
imagen corporal del Crucificado? Su amor era la medida de su libertad. Tan
íntimamente suya había llegado a ser la ley divina, que someterse a ella y
ligarse a esta alianza le resultaba espontáneo, un gozo, un cántico, algo
fácil.
Ha llegado a
ser príncipe en la libertad del Reino de los cielos. Intentemos comprenderlo
quienes, al visitar Le Carceri, el valle de Rieti o el Alverna, nos sentimos un
tanto sobrecogidos ante los antros y cuevas a las que gustoso se retiraba
Francisco para tratar a solas con Dios.
Ya príncipe,
ennoblecido por su libertad de hombre nuevo, se sabía vasallo de su Dios.
Descubre y goza de las riquezas de su Dios en la simplicidad desnuda, en el
desprendimiento absoluto de la roca y los peñascos, a donde le ha llevado dama
Pobreza. Su adhesión incondicional al misterio pascual, la conquista de su
libertad le han llevado hasta donde Dios habita, hasta la montaña en la que se
inicia de algún modo el cara a cara reservado al más allá.
Aquí ya
debemos callar, porque la realidad es indecible, e incomunicable la experiencia
de Francisco.
[La pascua
de san Francisco. Oñate (Guipúzcoa), 1978, pp. 57-60]
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