Por Ignace Étienne Motte y
Gérald Hégo, OFM
La fidelidad
y alegría de san Francisco
La
penitencia, que había sido un sí al llamamiento del Señor y caracterizó la
larga etapa de la conversión, en adelante se va a llamar fidelidad.
Pasan los años entre claridades y sombras, entre revelaciones y silencios,
entre señales y carencia de ellas. Llora Francisco la pasión del Crucificado y
busca una conformidad lo más estricta posible con Él. Francisco comunica su
pasión a los hombres y funda fraternidades, sacudiendo a los pueblos
adormecidos. Y sobrevienen las grandes pruebas: pruebas dentro de su propia
Orden en la que, a su vuelta de Tierra Santa, se ofende a dama Pobreza;
fracasos y sinsabores en las misiones extranjeras; luchas difíciles en las que,
agotado Francisco a sus cuarenta años, conserva todavía joven su corazón y
fresca su desenfrenada pasión por Dios.
El temor de
que todo se haya perdido no roza su conciencia, y, al final de su vida como en
los albores de la llamada de Dios, aun en medio de fracasos, él cree; cree
contra toda esperanza, porque, en su prodigiosa y sublime pasión de la fe, sabe
que Dios se ha comprometido con él para siempre, que Dios está con él y con su
obra a pesar de todas las apariencias en contra.
Así vemos que
el misterio mismo de su fe es la causa y origen de su más cruel penitencia, y
todos los ejercicios voluntarios de mortificación que forman la trama de su
vida pretenden únicamente ayudar a esta otra penitencia más profunda, más
orgánica, es decir, al cumplimiento de la voluntad del Padre. «Castigar su
cuerpo», «reducirlo a servidumbre», son expresiones que se suceden en casi
todas las páginas de las biografías primitivas. «Sometía su cuerpo -de veras
inocente- a azotes y privaciones y multiplicaba sobre él castigos sin motivo»
(2 Cel 129).
Lo admirable
es que una vida tan áspera, tan colmada de penas y sufrimientos, condujera a
Francisco a una actitud contraria a lo que humanamente debiera haberse
producido: el desgaste espiritual y la neurastenia. Nos encontramos con un
hombre cada vez más feliz. Es el milagro cristiano, el milagro de la
liberación. En él se va imponiendo cada vez más el descubrimiento de la
presencia y de la riqueza de Dios. Como el pueblo de Dios realizó su paso y su
liberación a través del Mar Rojo y el desierto, así Francisco es conducido poco
a poco a la montaña, al lugar donde Dios habita. En las cumbres de Fonte
Colombo, de Poggio Bustone y principalmente del Alverna, gusta ya el inefable misterio
de Dios, como quien, sublimemente embriagado, bebe a copa llena. Nuestras
pálidas experiencias del amor de Dios nos llevan de vez en cuando a una
relativa contemplación de su misterio. Imposible expresar esta incomunicable
experiencia de Francisco. La barruntamos, nada más. Su alegría fue completa una
vez conquistada la libertad.
Porque quizá
no ha habido en la tierra un hombre más liberado, un hombre más libre que
Francisco, en quien habían sido aniquiladas las potencias del mal en virtud de
la resurrección de Cristo. Todas sus palabras evidencian la conciencia viva que
él tenía de su liberación, verificada por el misterio de Jesús.
¿Se le ha
llamado a Francisco juglar de Dios solamente por su religiosidad y por un
diluido y jovial sentimentalismo? No; y aquí llegamos a topar con la fuente de
su alegría: era cantor y juglar de Dios por algo bien diferente, por una razón
mucho más profunda, más real y más existencial. Lo que él cantaba era su
pascua y la pascua de la Iglesia entera. Lo que le hacía saltar de alegría
era esta liberación realizada por Jesucristo. Su acción de gracias y su alegría
no eran otra cosa que la alegría y la acción de gracias de la misa, en la que,
actualizando su liberación, el pueblo cristiano la canta y la proclama. «Aseguraba
el Santo que la alegría espiritual es el remedio más seguro contra las mil
asechanzas y astucias del enemigo... Por eso, el Santo procuraba vivir siempre
con júbilo del corazón, conservar la unción del espíritu y el óleo de la
alegría... Y decía: "El siervo de Dios conturbado, como suele, por alguna
cosa, debe inmediatamente recurrir a la oración y permanecer ante el soberano
Padre hasta que le devuelva la alegría de su salvación» (2 Cel 125).
[La pascua
de san Francisco. Oñate (Guipúzcoa), 1978, pp. 55-57]
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