San Vicente de Paúl, Carta 2.546
Nosotros no debemos estimar a los pobres por su
apariencia externa o su modo de vestir, ni tampoco por sus cualidades
personales, ya que, con frecuencia, son rudos e incultos. Por el contrario, si
consideráis a los pobres a la luz de la fe, os daréis cuenta de que representan
el papel del Hijo de Dios, ya que él quiso también ser pobre. Y así, aun cuando
en su pasión perdió casi la apariencia humana, haciéndose necio para los
gentiles y escándalo para los judíos, sin embargo, se presentó a éstos como
evangelizador de los pobres: Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los
pobres. También nosotros debemos estar imbuidos de estos sentimientos e
imitar lo que Cristo hizo, cuidando de los pobres, consolándolos, ayudándolos y
apoyándolos.
Cristo, en efecto, quiso nacer pobre, llamó junto a
sí a unos discípulos pobres, se hizo él mismo servidor de los pobres, y de tal
modo se identificó con ellos, que dijo que consideraría como hecho a él mismo
todo el bien o el mal que se hiciera a los pobres. Porque Dios ama a los pobres
y, por lo mismo, ama también a los que aman a los pobres, ya que, cuando
alguien tiene un afecto especial a una persona, extiende este afecto a los que
dan a aquella persona muestras de amistad o de servicio. Por esto, nosotros
tenemos la esperanza de que Dios nos ame, en atención a los pobres. Por esto,
al visitarlos, esforcémonos en cuidar del pobre y desvalido,
compartiendo sus sentimientos, de manera que podamos decir como el Apóstol: Me
he hecho todo a todos. Por lo cual, todo nuestro esfuerzo ha de tender a
que, conmovidos por las inquietudes y miserias del prójimo, roguemos a Dios que
infunda en nosotros sentimientos de misericordia y compasión, de manera que
nuestros corazones estén siempre llenos de estos sentimientos.
El servicio a los pobres ha de ser preferido a todo,
y hay que prestarlo sin demora. Por esto, si en el momento de la oración hay
que llevar a algún pobre un medicamento o un auxilio cualquiera, id a él con el
ánimo bien tranquilo y haced lo que convenga, ofreciéndolo a Dios como una
prolongación de la oración. Y no tengáis ningún escrúpulo ni remordimiento de
conciencia si, por prestar algún servicio a los pobres, habéis dejado la
oración; salir de la presencia de Dios por alguna de las causas enumeradas no
es ningún desprecio a Dios, ya que es por él por quien lo hacemos.
Así pues, si dejáis la oración para acudir con
presteza en ayuda de algún pobre, recordad que aquel servicio lo prestáis al
mismo Dios. La caridad, en efecto, es la máxima norma, a la que todo debe
tender: ella es una ilustre señora, y hay que cumplir lo que ordena. Renovemos,
pues, nuestro espíritu de servicio a los pobres, principalmente para con los
abandonados y desamparados, ya que ellos nos han sido dados para que los
sirvamos como a señores.
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