Por Jacques Vidal, OFM
Esta figura de la santidad cristiana constituye un
hito decisivo en la historia, irradia una gran autoridad y lleva consigo el
fruto de la paz. Ello se debe sobre todo a la sencillez de su mensaje, y
también a su universalidad. Toda persona preocupada por el sentido del universo
puede reconocer en él una parte de su propia profundidad referida a la
profundidad de Dios.
1. Conversión
Francisco Bernardone era hijo de un rico comerciante
en paños de Asís, en la Umbría (Italia). Ayudó a su padre, veneró a su madre y
tuvo éxito con los amigos. Su juventud se halla envuelta en la vida febril de
su ciudad. Los biógrafos (Cuthbert, Englebert, Joergensen, Timmermans) y los
historiadores (Sabatier, Esser, Manselli) destacan la fuerza festiva de este
primer impulso. Unos lo captan en la verdad de una imaginación plena de salud
natural, en tanto que otros se aproximan a él con el rigor de los hechos.
Francisco, entre el sueño y la realidad, deja correr su adolescencia. Hace
cantar a las fuentes heroicas (Tomás de Celano, san Buenaventura) y conjuga su
arquetipo con las aspiraciones de la época. Caballería, honor, valor, gloria,
generosidad, libertad, fidelidad: un arco iris demasiado vivo marca el alma de
este joven campeón.
Los años jóvenes pasan cuando sobreviene el fracaso
en la guerra contra Perusa, el cautiverio y la enfermedad (1202-1205). El
hechizo se rompe y el héroe muere y deja su puesto a un extraño personaje que
se fragua en el silencio. La luz que le invita apaga el fuego de las fiestas
pasadas. Si esa luz no exalta, es porque su fuente está oculta. Francisco se
vuelve a ella para descubrirla. Esto le hace entrar en conflicto con su padre,
Pedro, con sus amigos y consigo mismo (1206-1208). Su recurso es la oración.
Gime en la ladera de las colinas, en la iglesia de San Damián, junto al
sacerdote que la atiende, junto al obispo Guido de Asís. Los signos de una
conversión al misterio de Cristo van tomando forma. Se afirman en la piedra y
en la madera, en la palabra escuchada: «Francisco, ve y repara mi casa».
Pero, ¿adónde ir y qué hacer? El misterio de Dios le
turba. El hombre que lo descubre reconoce que Dios ya estaba allí, delante. Así
Francisco sabe que obedecía ya a un rayo de esa luz cuando corría en busca del
mendigo al que acababa de rehuir. Dios es aquel que nos precede, y también
aquel que nos priva de nuestras seguridades. Está en todas partes, y nada basta
para contenerle. En ese océano que está ahí, sin ir a ninguna parte, ¿cómo
encontrar un camino? El Dios vivo irrumpe. Oprime como una inmensidad. Escinde
entre el cielo y el agua. Para encontrar la tierra, es preciso ir hasta el
fondo de sí mismo. Viendo cómo una luz esclarece lo que hay abajo, el alma
conoce que la luz procede de arriba. El deseo se hace valle para ser montaña.
La conversión es el descubrimiento asombrado de una relación originaria que
marca un itinerario. Francisco de Asís, ante el crucifijo de San Damián, acepta
vivir su verdad hasta transformarla en «religión».
2. Religión
«Cuando yo vivía en pecado, la vista de los leprosos
me resultaba insoportable. Pero el Señor me condujo entre ellos, y lo que me
parecía amargo se trocó en dulzura para el alma y para el cuerpo» (Testamento).
Francisco de Asís sitúa el inicio de su religión en
el beso al leproso. La inversión de los valores sensibles que saborean el alma
y el cuerpo significa la transformación de una esclavitud en una serena
libertad. El espíritu exulta porque la realización pública de un
acto prohibido pone de manifiesto la verdad de una metamorfosis.
La
energía así renovada no impide lo trágico. Tiende, por el contrario, a
descender hacia la miseria en proporción al bien que se persigue. Francisco se
emplea con ardor en seguir al Cristo que cura. Sus hallazgos son conmovedores.
Todos, o casi todos, llevan el sello de un realismo del símbolo. El leproso,
imagen viva del pecado en toda criatura, le atrae irresistiblemente. Se dirige
hacia el mendigo, hacia el ladrón, hacia el pobre, hacia el marginado; se
preocupa del animal, de la planta y de todas las cosas. Cuanto más se aproxima
a los pequeños, más le alegra el canto de la alondra al elevarse por el aire.
Su alma se despliega con el cuerpo y con el universo, cerca del Creador. Su
joven religión aspira a llevar el mundo y los hombres a la raíz regenerada de
una común relación de origen. Guiado por una luz secreta, presiente el
formidable viaje, la enorme herida, y empieza a entregar su llanto a la
misericordia del espíritu.
El
espíritu es dueño y señor cuando degusta la dulzura de la penitencia. Su luz
naciente se remonta desde el fondo del abismo y su fuerza purificadora afirma
el despojo del ser. El sayal terroso, las sandalias, el bastón, la ermita,
simbolizan la profundidad convertida. Y esa profundidad se llama pobreza,
simplicidad, libertad. Sus eclosiones adornan las praderas de la vida
cotidiana. Trovador, juglar de Dios, heraldo del Gran Rey, enviado del
Altísimo, Francisco de Asís respira su único mensaje: «Mi Dios y mi Todo». Su
sentido patético, su genio escénico, su instinto del ritmo y del gesto, llevan
los símbolos a los terrenos en los que se activan las potencias del mito y del
rito. En los espacios del hombre esencial, éste danza su religión. Hace de ella
un arte que va a dar origen a una tradición legendaria (Florecillas).
Pero
el vino del gozo es para el esfuerzo y la religión es religión de la ascensión.
Desde el principio, cuando se dispone a descender, es para elevarse. La
montaña, ¿no es el abismo ya colmado? Francisco recibe del evangelio esa
montaña total. Se ajusta al evangelio sin demora, sin glosa, sin pertrechos, en
la fiesta de san Mateo, el 24 de febrero de 1208. El evangelio resume su
trayectoria vital. Principio y fin de los itinerarios de salvación, vocación
esencial, la buena nueva es el camino real. Permite acceder a la verdad de una
tradición, en el seno de una comunidad viva que conoce la piedra angular y la
cumbre, Jesucristo, el Señor, luz del mundo, Hijo de Dios e Hijo del hombre,
nacido de la virgen María, creador y redentor. Desde entonces el misterio de la
encarnación abre el camino a la religión de la profundidad, el misterio de la
pasión a la religión de la penitencia y el misterio de la resurrección a la
religión de la altura. Jesús de Nazaret es el perfecto religioso del Padre que
está en los cielos. Cada hombre que adore en espíritu y en verdad desplegará en
él su relación originaria en la amistad de una filiación divina perdida y
hallada.
[Cf.
el texto completo en http://www.franciscanos.org/selfran50/vidal1.html]
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