Por Agustín Gemelli, OFM
El Señor me concedió una inmensa gracia: la de hacer
el curso anual de ejercicios espirituales aquí en el Alverna, en el Santo Monte
Franciscano, donde tanto rezó nuestro san Francisco a Nuestro Señor, y donde
tanto sufrió por Él, que llevó impresa en su cuerpo la señal de amor.
El monte del Alverna es un monte rocoso, calcáreo,
sobre el que las hayas y los abetos han crecido formando una maravillosa
corona. Aquí y allá se muestran desnudas rocas, enormes peñas, columnas
colosales; una parte del monte se precipita al fondo del valle y las rocas que
permanecen erguidas tienen un aspecto salvaje. Algunas peñas se han desprendido
en parte y se mantienen gracias a un milagroso equilibrio; sobre otras se han
asentado las hayas y sus raíces abrazan a las rocas en contorsiones extrañas.
Las rocas, en parte desnudas, en parte cubiertas de
vegetación, presentan un aspecto fiero y salvaje; entre ellas san Francisco
escogía sus lugares preferidos para la oración; he aquí el "Sasso
Spico": una enorme piedra que permanece como sostenida en el aire y bajo
la cual se refugiaba el Santo para rezar; más allá, en una caverna, está el
lecho de san Francisco, es decir, otra piedra sobre la que se arrodillaba para
rezar y sobre la que se recostaba para descansar. Sobre una de estas enormes
rocas es precisamente donde hoy se levanta a pique la pequeña iglesia de los
Estigmas y donde más frecuentemente se retiraba el Santo en la última visita al
Alverna, en 1224. Una roca separada del resto del monte; para llegar a ella
fray León y fray Maseo tendían maderos sobre el precipicio; por estos pasaba el
Santo, que se retiraba completamente solo a una choza de barro y ramas
construida a la sombra de una gran haya.
Aquí la noche del 14 de septiembre de 1224 ocurrió
el milagro de la estigmatización. Para recordarlo, los religiosos van todas las
noches en procesión a ese lugar sagrado. Parten de la iglesia grande después
del Oficio: precede un novicio que lleva una gran cruz; a su lado otros dos
novicios con dos grandes linternas; lo siguen de dos en dos los religiosos
salmodiantes. Sigo la procesión con los religiosos; la noche está ya entrada;
son casi las dos, pero no siento ningún cansancio; el canto sale espontáneo y
lento de los pechos. Los frailes caminan todos con la cabeza inclinada,
meditando sus problemas. Por aquí pasaba san Francisco por la noche; hasta aquí
lo acompañaba fray León, ovejuela de Dios. Una pequeña ventana me deja adivinar
los lugares donde san Francisco pasaba las noches en vela; se filtra un tenue
rayo de la luna que surge de entre las nubes; y las rocas y los árboles se
aclaran bajo esa lluvia de luz.
Estamos ya en la pequeña iglesia. La cerámica de
Della Robbia, iluminada por la luz de la linterna, vuelca en la iglesia la
fascinación de su sugestiva belleza. Jesús está en lo alto, sobre la cruz; ha
reclinado su cabeza; el cuerpo descansa después del sobresalto de la muerte.
Todo está consumado. Al pie de la Cruz, María, en cuyo rostro se refleja lo
irremediable, tiene la vista fija en el vacío; también ella ha ofrecido todo lo
que podía dar. San Juan, del otro lado, contempla al Maestro. Parece sereno,
recuerda tal vez las últimas palabras, espera la Resurrección. Y he aquí, a un
lado, san Francisco que abre los brazos y presenta el costado a la
estigmatización que renueva en él el dolor de la crucifixión. Más allá, san
Jerónimo que se golpea el pecho con una piedra. La luna y el sol asisten
llorando desde lo alto, y, desde más alto todavía, el Padre y el Espíritu Santo
bendiciendo, dominan la visión; todo alrededor, los ángeles adoran con actos de
dolor, quienes con las manos juntas, quienes cubriéndose el rostro. Es el
cuadro de la Pasión tal como nosotros, franciscanos, gustamos figurárnoslo
desde el Giotto hasta hoy, como nos lo ha enseñado Francisco; el cuadro de la
Pasión que nos ha hecho Misioneros de ese Divino Amor que todo pudo, hasta la
muerte, "y una muerte de cruz".
Soy todo ojos. Los novicios que llevan la cruz y las
linternas, las depositan; luego, de dos en dos, se arrojan al suelo para besar
la roca sobre la cual estuvo san Francisco en aquella memorable noche. Y se
reinicia el canto; he aquí la antífona: «Aquí sellaste, Señor, a tu siervo con
el sello de nuestra redención».
En cierto momento no queda sino arrojarse al suelo y
rezar. Lo exige la ceremonia, y yo lo hago con ardor: «Concédeme, Señor, un
verdadero espíritu franciscano; el mundo debe ser conquistado para ti; no te
ama. Para conducirlo a ti se necesitan buenos obreros, siervos fieles, almas
abrasadas de amor. Concédeme todo esto; que descienda de este monte habiendo
comprendido mi deber y poseyendo las fuerzas necesarias de renunciamiento para
cumplirlo. Señor, ten piedad de mí, que siento repugnancia por el sacrificio;
concédeme la fuerza para servirte hasta el fin». Me levanto sereno. El canto es
ahora alegre y festivo. Son las letanías de la Virgen. La invocamos porque ella
es la consoladora de los afligidos y porque es el refugio de los pecadores.
[Cf. el texto completo en http://www.franciscanos.org/santuarios/gemelli1.htm]
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