martes, 25 de septiembre de 2012

La vía de la conversión en San Francisco (II)


«El Señor me llevó entre los leprosos»

Por Lázaro Iriarte, OFMCap

La Experiencia Suprema

La Vida I de Celano nos describe a Francisco, ebrio de gozo por la libertad nueva que ahora [después de la renuncia hecha ante el obispo] gustaba su espíritu, pregonando su dicha en francés bosque adelante; los ladrones lo arrojan en una hoya de nieve; se levanta y sigue cantando con mayor gozo las alabanzas del Creador. Va a pedir trabajo a una abadía, y allí tiene que probar desnudez y hambre, en tal grado, que se ve precisado a tentar mejor acogida en otra parte. En Gubbio un amigo le proporciona el vestido indispensable; por fin, sigue el biógrafo, «se trasladó a los leprosos; vivía con ellos, sirviéndoles a todos con suma diligencia por Dios; lavábales las llagas pútridas y se las curaba» (1 Cel 17; LM 2,6).


Fue su noviciado. Y sería también el noviciado de sus primeros seguidores. Persuadido de que Cristo acaba por revelarse siempre a quien le busca en el pobre, en el humilde y paciente, les ofrecerá como un regalo esa experiencia tan rica para él de dulces consecuencias. «Durante el día trabajaban con sus manos, los que sabían hacerlo, morando en las leproserías, o en otros lugares honestos, sirviendo a todos humilde y devotamente» (1 Cel 39).

El Espejo de Perfección (EP 44) nos ofrece un notable testimonio de la pedagogía evangélica empleada por el joven fundador con los novicios: «En los principios de la orden quiso que los hermanos moraran en los hospitales de los leprosos para servir a éstos, con el fin de que allí se fundamentaran en la santa humildad. Y así, cuando pretendían entrar en la orden, fuesen nobles o plebeyos, entre otras cosas se les comunicaba sobre todo que debían consagrarse al servicio de los leprosos y vivir con ellos en los lazaretos». El fruto que Francisco pretendía era la conversión mediante la convivencia fraterna con los leprosos.

Los primeros franciscanos establecidos en tierras germánicas comenzaron asimismo morando en las leproserías. Salimbene conoció todavía religiosos que servían a los enfermos en los hospitales. Y san Buenaventura, en uno de sus sermones sobre san Francisco, dice: «Él y sus hermanos socorrían y servían a los enfermos, mendigaban el alimento para ellos o lo procuraban trabajando con sus manos; moraban en los hospitales y en las leproserías, y compartían su suerte con los indigentes que no podían proporcionarse el sustento, sirviéndoles y ayudándoles».

Pero parece que no todos estaban para llevar con alegría semejante heroísmo. Por un recuerdo de fray Conrado de Offida sabemos de una «tentación» de fray Rufino -¡le proporcionaba tantas su timidez!-, quien no podía hacerse a la idea de que los hermanos anduvieran recorriendo de aquella manera las leproserías, sin sosiego para la oración; ¿no era más seguro el género de vida de san Antonio y demás anacoretas? Y le asaltaban dudas sobre la sensatez del fundador.

Por lo que hace a san Francisco, sabemos por Celano que, al final de su vida, gastado el cuerpo de fatigas, maceraciones y vivencias místicas, sentíase aún con arrestos de conversión y añoraba el primer sabor de su donación juvenil a los necesitados: «Pensaba siempre en nuevos arranques de mayor perfección..., en acometer nuevas empresas al servicio de Cristo... Anhelaba ardorosamente volver a la humildad de los comienzos... Quería volver otra vez al servicio de los leprosos y verse despreciado como en otro tiempo» (1 Cel 103).

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