«El Señor me llevó
entre los leprosos»
Por Lázaro Iriarte, OFMCap
La Experiencia
Suprema
La Vida I de
Celano nos describe a Francisco, ebrio de gozo por la libertad nueva que ahora
[después de la renuncia hecha ante el obispo] gustaba su espíritu, pregonando
su dicha en francés bosque adelante; los ladrones lo arrojan en una hoya de
nieve; se levanta y sigue cantando con mayor gozo las alabanzas del Creador. Va
a pedir trabajo a una abadía, y allí tiene que probar desnudez y hambre, en tal
grado, que se ve precisado a tentar mejor acogida en otra parte. En Gubbio un
amigo le proporciona el vestido indispensable; por fin, sigue el biógrafo, «se
trasladó a los leprosos; vivía con ellos, sirviéndoles a todos con suma
diligencia por Dios; lavábales las llagas pútridas y se las curaba» (1 Cel 17;
LM 2,6).
Fue su noviciado. Y
sería también el noviciado de sus primeros seguidores. Persuadido de que Cristo
acaba por revelarse siempre a quien le busca en el pobre, en el humilde y
paciente, les ofrecerá como un regalo esa experiencia tan rica para él de
dulces consecuencias. «Durante el día trabajaban con sus manos, los que sabían
hacerlo, morando en las leproserías, o en otros lugares honestos, sirviendo a
todos humilde y devotamente» (1 Cel 39).
El Espejo de
Perfección (EP 44) nos ofrece un notable testimonio de la pedagogía
evangélica empleada por el joven fundador con los novicios: «En los principios
de la orden quiso que los hermanos moraran en los hospitales de los leprosos
para servir a éstos, con el fin de que allí se fundamentaran en la santa
humildad. Y así, cuando pretendían entrar en la orden, fuesen nobles o
plebeyos, entre otras cosas se les comunicaba sobre todo que debían consagrarse
al servicio de los leprosos y vivir con ellos en los lazaretos». El fruto que
Francisco pretendía era la conversión mediante la convivencia fraterna con los
leprosos.
Los primeros
franciscanos establecidos en tierras germánicas comenzaron asimismo morando en
las leproserías. Salimbene conoció todavía religiosos que servían a los
enfermos en los hospitales. Y san Buenaventura, en uno de sus sermones sobre
san Francisco, dice: «Él y sus hermanos socorrían y servían a los enfermos,
mendigaban el alimento para ellos o lo procuraban trabajando con sus manos;
moraban en los hospitales y en las leproserías, y compartían su suerte con los
indigentes que no podían proporcionarse el sustento, sirviéndoles y
ayudándoles».
Pero parece que no
todos estaban para llevar con alegría semejante heroísmo. Por un recuerdo de
fray Conrado de Offida sabemos de una «tentación» de fray Rufino -¡le
proporcionaba tantas su timidez!-, quien no podía hacerse a la idea de que los
hermanos anduvieran recorriendo de aquella manera las leproserías, sin sosiego
para la oración; ¿no era más seguro el género de vida de san Antonio y demás
anacoretas? Y le asaltaban dudas sobre la sensatez del fundador.
Por lo que hace a
san Francisco, sabemos por Celano que, al final de su vida, gastado el cuerpo
de fatigas, maceraciones y vivencias místicas, sentíase aún con arrestos de
conversión y añoraba el primer sabor de su donación juvenil a los necesitados:
«Pensaba siempre en nuevos arranques de mayor perfección..., en acometer nuevas
empresas al servicio de Cristo... Anhelaba ardorosamente volver a la humildad
de los comienzos... Quería volver otra vez al servicio de los leprosos y verse
despreciado como en otro tiempo» (1 Cel 103).
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