De las Cartas de San Pío de Pietrelcina
En fuerza de esta obediencia me resuelvo a
manifestarle lo que sucedió en mí desde el día 5 por la tarde que se prolongó
durante todo el 6 del corriente mes de agosto [de 1918].
No soy capaz de decirle lo que pasó a lo largo
de este tiempo de superlativo martirio. Me hallaba confesando a nuestros
muchachos la tarde del 5, cuando de repente me llené de un espantoso terror
ante la visión de un personaje celeste que se me presenta ante los ojos de la
inteligencia. Tenía en la mano una especie de dardo, semejante a una larguísima
lanza de hierro con una punta muy afilada y parecía como si de esa punta
saliese fuego. Ver todo esto y observar que aquel personaje arrojaba con toda
violencia tal dardo sobre el alma fue todo uno. A duras penas exhalé un gemido,
me parecía morir. Le dije al seráfico que se marchase, porque me sentía mal y
no me encontraba con fuerzas para continuar. Este martirio duro sin
interrupción hasta la mañana del día siete. No sabría decir cuánto sufrí en
este periodo tan luctuoso. Sentía también las entrañas como arrancadas y
desgarradas por aquel instrumento mientras todo quedaba sometido a hierro y
fuego.
Y ¿qué decirle con respecto a lo que me
pregunta sobre cómo sucedió mi crucifixión? ¡Dios mío, qué confusión y
humillación experimento al tener que manifestar lo que tú has obrado en esta tu
mezquina criatura!
Era la mañana del 20 del pasado mes de
septiembre [de 1918] en el coro, después de la celebración de la santa misa,
sentí una sensación de descanso, semejante a un dulce sueño. Todos los sentidos
internos y externos, incluso las mismas facultades del alma se encontraron en
una quietud indescriptible. Durante todo esto se hizo un silencio total en
torno a mí y dentro de mí; siguió luego una gran paz y abandono en la más
completa privación de todo, como un descanso dentro de la propia ruina. Todo
esto sucedió con la velocidad del rayo.
Y mientras sucedía todo esto, me encontré
delante de un misterioso personaje, semejante al que había visto la tarde del 5
de agosto, que se diferenciaba de éste solamente en que tenía las manos, los
pies y el costado manando sangre. Sólo su visión me aterrorizó; no sabría
expresar lo que sentí en aquel momento. Creí morir y habría muerto si el Señor
no hubiera intervenido para sostener mi corazón, el cual latía como si se
quisiera salir del pecho. La visión del personaje desapareció y yo me encontré
con las manos, los pies y el costado traspasados y manando sangre. Imaginad qué
desgarro estoy experimentando continuamente casi todos los días. La herida del
corazón mana asiduamente sangre, sobre todo desde el jueves por la tarde hasta
el sábado.
Padre mío, yo muero de dolor por el desgarro y
la subsiguiente confusión que yo sufro en lo más íntimo del corazón. Temo morir
desangrado, si el Señor no escucha los gemidos de mi corazón y retira de mí
este peso. ¿Me concederá esta gracia Jesús que es tan bueno? ¿Me quitará al
menos esta confusión que experimento por estas señales externas? Alzaré fuerte
mi voz a él sin cesar, para que por su misericordia retire de mí la aflicción,
no el desgarro ni el dolor, porque lo veo imposible y yo deseo embriagarme de
dolor, sino estas señales externas que son para mí de una confusión y
humillación indescriptible e insostenible.
El personaje del que quería hablarle en mi
anterior, no es otro que el mismo del que le hablé en otra carta mía y que vi
el 5 de agosto. Él continúa su actividad sin parar, con gran desgarro del alma.
Siento en mi interior como un continuo rumor, como el de una cascada, que está
siempre echando sangre. ¡Dios mío!
Es justo el castigo y recto tu juicio, pero
trátame al fin con misericordia. Señor -te diré siempre con tu profeta-:
Señor, no me corrijas con ira, no me castigues con cólera (Sal 6,2;
37,1). Padre mío, ahora que conoces toda mi interioridad, no desdeñes de hacer
llegar hasta mí la palabra de consuelo, en medio de tan feroz y dura amargura.
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