Desde
su conversión a Dios, san Francisco profesó una grandísima devoción a los
misterios de la pasión del Señor, y no cesó de meditar y de predicar, con su
vida y su palabra, a Cristo crucificado. En septiembre de 1224, dos años antes
de su muerte, se retiró al monte Alverna para consagrarse totalmente a la
oración y la penitencia, y un día, mientras estaba sumido en contemplación, el
Señor Jesús imprimió en su cuerpo -manos, pies y costado- los estigmas de su
pasión. Le sangraban, le causaban grandes sufrimientos y le dificultaban su
vida y actividades, pero no cesó de viajar y predicar mientras sus fuerzas se
lo permitieron. En vida del Santo, sus compañeros más cercanos pudieron ver las
llagas de manos y pies, y a partir de su muerte todos pudieron contemplar
también la llaga del costado. Benedicto XI concedió a la Orden franciscana
celebrar cada año la memoria de este hecho, probado por testimonios fidedignos.
Oración: Dios
de amor y de misericordia, que marcaste con las señales de la pasión de tu Hijo
al bienaventurado padre Francisco para encender en nuestros corazones el fuego
de tu amor, concédenos, por su intercesión, configurarnos a la muerte de Cristo
para vivir eternamente con él. Que vive y reina contigo por los siglos de los
siglos. Amén.
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