De la catequesis del beato Juan Pablo II
en
la audiencia general del miércoles 13-IX-1995
1. En la
constitución Lumen gentium, el Concilio Vaticano II afirma que «los
fieles unidos a Cristo, su Cabeza, en comunión con todos los santos, conviene
también que veneren la memoria "ante todo de la gloriosa siempre Virgen
María, Madre de Jesucristo nuestro Dios y Señor"» (LG 52). La constitución
conciliar utiliza los términos del canon romano de la misa, destacando así el
hecho de que la fe en la maternidad divina de María está presente en el
pensamiento cristiano ya desde los primeros siglos.
En la Iglesia
naciente, a María se la recuerda con el título de Madre de Jesús. Es el
mismo Lucas quien, en los Hechos de los Apóstoles, le atribuye este
título, que, por lo demás, corresponde a cuanto se dice en los evangelios: «¿No
es éste (...) el hijo de María?», se preguntan los habitantes de Nazaret, según
el relato del evangelista san Marcos (6,3). «¿No se llama su madre María?», es
la pregunta que refiere san Mateo (13,55).
2. A los ojos
de los discípulos, congregados después de la Ascensión, el título de Madre
de Jesús adquiere todo su significado. María es para ellos una persona
única en su género: recibió la gracia singular de engendrar al Salvador de la
humanidad, vivió mucho tiempo junto a él, y en el Calvario el Crucificado le
pidió que ejerciera una nueva maternidad con respecto a su discípulo
predilecto y, por medio de él, con relación a toda la Iglesia.
Para quienes
creen en Jesús y lo siguen, Madre de Jesús es un título de honor y
veneración, y lo seguirá siendo siempre en la vida y en la fe de la Iglesia. De
modo particular, con este título los cristianos quieren afirmar que nadie puede
referirse al origen de Jesús, sin reconocer el papel de la mujer que lo
engendró en el Espíritu según la naturaleza humana. Su función materna afecta
también al nacimiento y al desarrollo de la Iglesia. Los fieles, recordando el
lugar que ocupa María en la vida de Jesús, descubren todos los días su
presencia eficaz también en su propio itinerario espiritual.
3. Ya desde
el comienzo, la Iglesia reconoció la maternidad virginal de María. Como
permiten intuir los evangelios de la infancia, ya las primeras comunidades
cristianas recogieron los recuerdos de María sobre las circunstancias
misteriosas de la concepción y del nacimiento del Salvador. En particular, el
relato de la Anunciación responde al deseo de los discípulos de conocer de modo
más profundo los acontecimientos relacionados con los comienzos de la vida
terrena de Cristo resucitado. En última instancia, María está en el origen de
la revelación sobre el misterio de la concepción virginal por obra del Espíritu
Santo.
Los primeros
cristianos captaron inmediatamente la importancia significativa de esta verdad,
que muestra el origen divino de Jesús, y la incluyeron entre las afirmaciones
básicas de su fe. En realidad, Jesús, hijo de José según la ley, por una
intervención extraordinaria del Espíritu Santo, en su humanidad es hijo
únicamente de María, habiendo nacido sin intervención de hombre alguno.
Así, la
virginidad de María adquiere un valor singular, pues arroja nueva luz sobre el
nacimiento y el misterio de la filiación de Jesús, ya que la generación
virginal es el signo de que Jesús tiene como padre a Dios mismo.
La maternidad
virginal, reconocida y proclamada por la fe de los Padres, nunca jamás podrá
separarse de la identidad de Jesús, verdadero hombre y verdadero Dios, dado que
nació de María, la Virgen, como profesamos en el símbolo
niceno-constantinopolitano. María es la única virgen que es también madre. La
extraordinaria presencia simultánea de estos dos dones en la persona de la
joven de Nazaret impulsó a los cristianos a llamar a María sencillamente la
Virgen, incluso cuando celebran su maternidad.
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