domingo, 9 de septiembre de 2012

La Pascua de un Santo (I)


Por Ignace Étienne Motte y Gérald Hégo, OFM

La conversión de san Francisco

La historia de san Francisco es la de un hombre que ha penetrado poco a poco en el misterio pascual de su Señor Jesús. Los primeros encuentros fueron con el Jesús que sufre y exige que el discípulo sufra con Él.

Reunamos los episodios referentes a lo que denominamos la conversión de san Francisco; todos ellos nos hablan de lucha. Los años que transcurren entre los veinte y veinticinco de Francisco, esto es desde el coloquio con el crucifijo de San Damián hasta el desprendimiento total ante el obispo de Asís y la formación de la primera fraternidad franciscana, son años dolorosos, años trágicos. Todo el que se deja apresar por el Crucificado es introducido en un engranaje mortificante. Más tarde será muy bello evocar la poesía del beso del leproso, de cuando Francisco se disfrazó en Roma, del conflicto familiar, del regreso de Espoleto a Asís, donde el joven Francisco, que había partido como caballero en ciernes y aclamado de todos, aparece abochornado y en calidad de mendigo bajo la rechifla de los que poco antes le adoraban.

¿Por qué no pensamos en su drama interior? Francisco lloraba; pero no lloraba solamente sus pecados, que no es más que un aspecto de la penitencia; lloraba también por estar en angustia, por ser un elegido de Dios sometido a la dura prueba de un fuego purificador. Comenzaba su vida de fe; en ella, como lo hizo Abrahán, ha de caminar uno sin saber a dónde es conducido, ha de suprimir lo que parece ser la condición misma de la vida, ha de sacrificar y ha de sacrificarse.

Bien significativo es el encuentro, en los primeros días de su conversión, con aquella vieja gibosa, horriblemente fea, cuya imagen le perseguía como una pesadilla: «¡Voy a quedar así! ¡Me da miedo que con la vida emprendida vaya a volverme como ella!». El demonio actúa, mientras que al parecer Dios está ausente; y Francisco lo acusa. En todo sufrimiento se pone a prueba la fe de Francisco y éste es invitado a asegurar la fidelidad a la alianza con su Señor, a medida que se va acentuando la separación de lo que es humano y crece en él el austero amor de dama Pobreza.

«Lo que has amado carnal y vanamente, cámbialo ya por lo espiritual, y, tomando lo amargo por dulce, despréciate a ti mismo, si quieres conocerme, porque sólo a ese cambio saborearás lo que te digo» (2 Cel 9), le decía una voz secreta. Es lo que tenía que hacer a cualquier precio si, más allá de sí, en un gran vacío, en un salto al abismo, quería encontrar, descubrir y ver resplandecer al Otro, al enteramente Otro, porque el Otro, el Dios escondido, está fuera, y lo encontramos cuando hemos rebasado el campo de nuestras costumbres, de nuestros deseos de riqueza, de nuestros pequeños afectos y de nuestras vanidades. Él está presente, vivo, detrás de todos esos obstáculos.

La renuncia definitiva se verifica al despojarse de todo en el palacio del obispo. Allí Francisco, delante del obispo de Asís, cambia a su padre terreno por el Padre del cielo. Allí permuta los vestidos de su casa por la desnudez de un enamorado de la tierra prometida. Y continúa su peregrinación en el desierto, en la soledad de su compromiso, en la intrepidez de una adhesión a toda prueba, con una fidelidad sin vacilaciones.

Sería un error imaginarnos esta marcha de san Francisco por el desierto como una marcha lenta y perezosa. Más bien es una carrera rápida, es una pasión fogosa. Bien conocido es aquel temperamento impetuoso de Francisco que, ya antes de su conversión, hizo de él un joven arrebatador que atraía a sí a toda la juventud de Asís. Que ahora haya hecho dar una vuelta completa a su corcel, como dice Chesterton, no quiere decir que se haya detenido en su marcha fulgurante o la haya aminorado. Su conversión no le ha debilitado en nada y en él se admira siempre el mismo ardor apasionado. Y como en adelante el ímpetu, la fuente y el estímulo de su pasión no brotan del mundo humano, sino de un encuentro, de una presencia, de una comunicación inmediata con el Dios-Amor a quien se propone amar, no es aventurado decir que este fuego se decuplica.

Vemos que cuando va cruzando este desierto, o mejor, cuando va buscando el tesoro, se lanza en persecución de la pobreza con el mismo afán con que otros socavan la tierra para encontrar oro. Se trata de un hombre con un apetito voraz de Dios; y esto explica el aire gozoso y feliz con que va al lago Trasimeno o al Alverna a practicar sus penitencias y cuaresmas. Entregarse a las mortificaciones, abrazarse a la cruz de Cristo es para él una verdadera felicidad. Lo que para algunos habría sido masoquismo, para él es amor.

Para muchos cristianos, para nosotros, tan poco habituados a estos entusiasmos y arranques de amor, la penitencia nos parece una dura ley. Pero quien mira a Francisco no puede imaginar a Dios como a un Dios que, cruel, exige el sacrificio y la abnegación. Sería señal de haber perdido la clave de lo que los enamorados han querido decir con la palabra amor y de no comprender que esos enamorados hacen las cosas precisamente porque no están mandadas.

[La pascua de san Francisco. Oñate (Guipúzcoa), 1978, pp. 52-55]

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