De la catequesis de S. S.
Benedicto XVI
en la audiencia general del miércoles 13-IV-2011
Queridos
hermanos y hermanas:
¿Cuál
es el alma de la santidad? De nuevo el concilio Vaticano II precisa; nos dice
que la santidad no es sino la caridad plenamente vivida. «"Dios es amor y
el que permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él". Dios derramó
su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado.
Por tanto, el don principal y más necesario es el amor con el que amamos a Dios
sobre todas las cosas y al prójimo a causa de él. Ahora bien, para que el amor
pueda crecer y dar fruto en el alma como una semilla buena, cada cristiano debe
escuchar de buena gana la Palabra de Dios y cumplir su voluntad con la ayuda de
su gracia, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la
Eucaristía, y en la sagrada liturgia, y dedicarse constantemente a la oración,
a la renuncia de sí mismo, a servir activamente a los hermanos y a la práctica
de todas las virtudes. El amor, en efecto, como lazo de perfección y plenitud
de la ley, dirige todos los medios de santificación, los informa y los lleva a
su fin» (LG 42).
Quizás
este lenguaje del concilio Vaticano II nos resulte un poco solemne; quizás
debamos decir las cosas de un modo aún más sencillo. ¿Qué es lo esencial? Lo
esencial es no dejar pasar ningún domingo sin un encuentro con Cristo
resucitado en la Eucaristía. No comenzar ni terminar nunca un día sin al menos
un breve contacto con Dios. Y, en el camino de nuestra vida, seguir las
«señales de tráfico» que Dios nos ha comunicado en el Decálogo leído con
Cristo, que simplemente explicita qué es la caridad en determinadas
situaciones. Me parece que esta es la verdadera sencillez y grandeza de la vida
de santidad: el encuentro con el Resucitado el domingo; el contacto con Dios al
inicio y al final de la jornada; seguir, en las decisiones, las «señales de
tráfico» que Dios nos ha comunicado, que son sólo formas de caridad. «Por eso,
el amor a Dios y al prójimo es el sello del verdadero discípulo de Cristo» (LG
42). Esta es la verdadera sencillez, grandeza y profundidad de la vida
cristiana, del ser santos.
Esta
es la razón por la cual san Agustín puede hacer una afirmación atrevida: «Ama y
haz lo que quieras». Y continúa: «Si callas, calla por amor; si hablas, habla
por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor; que
esté en ti la raíz del amor, porque de esta raíz no puede salir nada que no sea
el bien». Quien se deja guiar por el amor, quien vive plenamente la caridad, es
guiado por Dios, porque Dios es amor. Así, tienen gran valor estas palabras:
«Ama y haz lo que quieras».
Quizás
podríamos preguntarnos: nosotros, con nuestras limitaciones, con nuestra
debilidad, ¿podemos llegar tan alto? La Iglesia, durante el Año litúrgico, nos
invita a recordar a multitud de santos, es decir, a quienes han vivido
plenamente la caridad, han sabido amar y seguir a Cristo en su vida cotidiana.
Los santos nos dicen que todos podemos recorrer este camino. En todas las
épocas de la historia de la Iglesia, en todas las latitudes de la geografía del
mundo, hay santos de todas las edades y de todos los estados de vida; son
rostros concretos de todo pueblo, lengua y nación. Y son muy distintos entre
sí. Quiero añadir que para mí no sólo algunos grandes santos, a los que amo y
conozco bien, son «señales de tráfico», sino también los santos sencillos, es
decir, las personas buenas que veo en mi vida, que nunca serán canonizadas. Son
personas normales, por decirlo de alguna manera, sin un heroísmo visible, pero
en su bondad de todos los días veo la verdad de la fe. Esta bondad, que han
madurado en la fe de la Iglesia, es para mí la apología más segura del
cristianismo y el signo que indica dónde está la verdad.
Queridos
amigos, ¡qué grande y bella, y también sencilla, es la vocación cristiana vista
a esta luz! Todos estamos llamados a la santidad. Quiero invitaros a todos a
abriros a la acción del Espíritu Santo, que transforma nuestra vida, para ser
también nosotros como teselas del gran mosaico de santidad que Dios va creando
en la historia, a fin de que el rostro de Cristo brille en la plenitud de su
esplendor. No tengamos miedo de tender hacia lo alto, hacia las alturas de
Dios; no tengamos miedo de que Dios nos pida demasiado; dejémonos guiar en
todas las acciones cotidianas por su Palabra, aunque nos sintamos pobres,
inadecuados, pecadores: será él quien nos transforme según su amor.
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