Por Lázaro Iriarte, OFMCap
Libertad de
espíritu
Francisco se
sintió extrañamente libre el día que se despojó de todo ante el obispo de Asís.
A esta experiencia de liberación vino a unirse la otra de la holgura que
comunica al ánimo el escuchar en lo más hondo del ser el testimonio del
Espíritu que nos cerciora de que somos hijos de Dios; espíritu que no es de
servidumbre, sino de adopción filial, y nos hace movernos
confiadamente en el seno de la familia divina.
Esta
auténtica libertad de los hijos de Dios, para la que Cristo nos ha liberado de
la letra muerta de la ley y de la servidumbre de todo lo que en nosotros es
muerte y pecado, procede asimismo de la apertura a la verdad; el reino de la
verdad es mansión de libertad.
La libertad
de espíritu se manifiesta en san Francisco en su manera de ir a Dios,
espontánea, personal, confiada; en el campo abierto que deja a la libre acción
de la gracia; y en el modo de guiar a los demás. Tiene fe en «la unción del
Espíritu Santo, que enseña y enseñará a los hermanos todo lo conveniente» (LP
97). Y se fía de la disponibilidad de los hermanos para recibir esa unción.
Por respeto a
la operación del Espíritu, se resiste a ligar la libertad de acción del grupo
con prescripciones meticulosas. En las dos Reglas sale al paso con frecuencia
la cláusula referida, en general, a los responsables de la fraternidad, «como
el Señor les dé la gracia», «como mejor a ellos les pareciere, según Dios». Quiere
así garantizar, contando con la sinceridad de cada uno, la incesante adaptación
de la fraternidad «a los lugares, y tiempos y frías regiones, a medida que la
necesidad lo exija».
La
organización interna de la fraternidad y la actividad de ésta hubiera querido
el fundador verlas animadas del mismo sentimiento de la primacía del espíritu,
sin excesivos montajes jurídicos, sin planificaciones que vinieran a
instrumentalizar la persona en beneficio de la institución. Prefería correr la
aventura, juntamente con el grupo de sus seguidores, aun de cara a lo
imprevisto, antes que perder libertad en los caminos conocidos, donde el vuelo
del amor puede quedar impedido. Ante las formas de penitencia y las
austeridades su actitud era de un humanismo lleno de cordura y concretez.
Penitente como el que más, evitó en cuanto le fue posible institucionalizar las
prácticas de penitencia, aun teniendo que sostener dura lucha con un sector de
la fraternidad.
También la
joven Clara se sintió liberada y aligerada tras la fuga nocturna, cuando
prometió la vida evangélica a los pies de Francisco. Tanto en el Testamento
como en la Regla afirma con insistencia la total espontaneidad de la opción
hecha. Y a las hermanas les recuerda la espontánea voluntad con la cual
se han entregado al Señor por medio de la obediencia.
Al igual que
Francisco, Clara cree firmemente en la acción del Espíritu en sí misma y en
cada una de las hermanas; por eso todas han de desear, más que otra cosa
alguna, «poseer el espíritu del Señor y su santa operación» (RCl 10,9).
Precisamente con el fin de hallar y proteger esa libertad se ha encerrado con
las hermanas en rigurosa clausura, como se expresa el cardenal Rinaldo en el
decreto de aprobación de la Regla: «Habéis elegido llevar vida encerrada en
cuanto al cuerpo y servir al Señor en suma pobreza, para poder dedicaros a él con
el espíritu libre».
Esta libertad
de espíritu, opuesta al servilismo de las formas, aparece en muchos lugares de
la Regla de santa Clara, como asimismo un sentido genuinamente evangélico de
moderación y de discreción.
Pero
semejante clima de confianza en la rectitud de los componentes de la
fraternidad carecería de sentido sin el presupuesto de contar con hermanos y
hermanas «espirituales», es decir, que se dejan guiar por el Espíritu y no por
el propio egoísmo, pobres y desapropiados internamente. Sólo así podemos
comprender esa especie de salvoconducto dado al hermano León: «Cualquiera que
sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas
y pobreza, hazlo con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia».
El 15 de
agosto de 1982, escribió Juan Pablo II a los cuatro ministros generales de la
familia franciscana: «Francisco no emplea casi nunca la palabra libertad,
pero su vida entera fue, en realidad, una extraordinaria expresión de la
libertad evangélica. Todas sus actitudes e iniciativas testimonian la libertad
interior y la espontaneidad de un hombre que ha hecho de la caridad su ley
suprema y que se ha centrado perfectamente en Dios... La libertad de Francisco
no se opone a la obediencia a la Iglesia y aun a "toda humana
criatura"; al contrario, brota precisamente de ella. En él brilla con luz
singular el ideal originario del hombre, de ser libre y soberano del universo
en la obediencia a Dios... La libertad de Francisco es, además y sobre todo,
fruto de su pobreza voluntaria...».
Es el amor el
que -como enseña san Pablo- impedirá que la libertad cristiana degenere en
autarquía desordenada. Una libertad animada por la caridad nos lleva a hacernos
esclavos los unos de los otros, estableciendo una porfía de servicio recíproco
(Gál 5,13-15).
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