martes, 4 de septiembre de 2012

El Espíritu del Señor y su Santa Operación 



Por Lázaro Iriarte, OFMCap

Libertad de espíritu

Francisco se sintió extrañamente libre el día que se despojó de todo ante el obispo de Asís. A esta experiencia de liberación vino a unirse la otra de la holgura que comunica al ánimo el escuchar en lo más hondo del ser el testimonio del Espíritu que nos cerciora de que somos hijos de Dios; espíritu que no es de servidumbre, sino de adopción filial, y nos hace movernos confiadamente en el seno de la familia divina.


Esta auténtica libertad de los hijos de Dios, para la que Cristo nos ha liberado de la letra muerta de la ley y de la servidumbre de todo lo que en nosotros es muerte y pecado, procede asimismo de la apertura a la verdad; el reino de la verdad es mansión de libertad.

La libertad de espíritu se manifiesta en san Francisco en su manera de ir a Dios, espontánea, personal, confiada; en el campo abierto que deja a la libre acción de la gracia; y en el modo de guiar a los demás. Tiene fe en «la unción del Espíritu Santo, que enseña y enseñará a los hermanos todo lo conveniente» (LP 97). Y se fía de la disponibilidad de los hermanos para recibir esa unción.

Por respeto a la operación del Espíritu, se resiste a ligar la libertad de acción del grupo con prescripciones meticulosas. En las dos Reglas sale al paso con frecuencia la cláusula referida, en general, a los responsables de la fraternidad, «como el Señor les dé la gracia», «como mejor a ellos les pareciere, según Dios». Quiere así garantizar, contando con la sinceridad de cada uno, la incesante adaptación de la fraternidad «a los lugares, y tiempos y frías regiones, a medida que la necesidad lo exija».

La organización interna de la fraternidad y la actividad de ésta hubiera querido el fundador verlas animadas del mismo sentimiento de la primacía del espíritu, sin excesivos montajes jurídicos, sin planificaciones que vinieran a instrumentalizar la persona en beneficio de la institución. Prefería correr la aventura, juntamente con el grupo de sus seguidores, aun de cara a lo imprevisto, antes que perder libertad en los caminos conocidos, donde el vuelo del amor puede quedar impedido. Ante las formas de penitencia y las austeridades su actitud era de un humanismo lleno de cordura y concretez. Penitente como el que más, evitó en cuanto le fue posible institucionalizar las prácticas de penitencia, aun teniendo que sostener dura lucha con un sector de la fraternidad.

También la joven Clara se sintió liberada y aligerada tras la fuga nocturna, cuando prometió la vida evangélica a los pies de Francisco. Tanto en el Testamento como en la Regla afirma con insistencia la total espontaneidad de la opción hecha. Y a las hermanas les recuerda la espontánea voluntad con la cual se han entregado al Señor por medio de la obediencia.

Al igual que Francisco, Clara cree firmemente en la acción del Espíritu en sí misma y en cada una de las hermanas; por eso todas han de desear, más que otra cosa alguna, «poseer el espíritu del Señor y su santa operación» (RCl 10,9). Precisamente con el fin de hallar y proteger esa libertad se ha encerrado con las hermanas en rigurosa clausura, como se expresa el cardenal Rinaldo en el decreto de aprobación de la Regla: «Habéis elegido llevar vida encerrada en cuanto al cuerpo y servir al Señor en suma pobreza, para poder dedicaros a él con el espíritu libre».

Esta libertad de espíritu, opuesta al servilismo de las formas, aparece en muchos lugares de la Regla de santa Clara, como asimismo un sentido genuinamente evangélico de moderación y de discreción.

Pero semejante clima de confianza en la rectitud de los componentes de la fraternidad carecería de sentido sin el presupuesto de contar con hermanos y hermanas «espirituales», es decir, que se dejan guiar por el Espíritu y no por el propio egoísmo, pobres y desapropiados internamente. Sólo así podemos comprender esa especie de salvoconducto dado al hermano León: «Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia».
El 15 de agosto de 1982, escribió Juan Pablo II a los cuatro ministros generales de la familia franciscana: «Francisco no emplea casi nunca la palabra libertad, pero su vida entera fue, en realidad, una extraordinaria expresión de la libertad evangélica. Todas sus actitudes e iniciativas testimonian la libertad interior y la espontaneidad de un hombre que ha hecho de la caridad su ley suprema y que se ha centrado perfectamente en Dios... La libertad de Francisco no se opone a la obediencia a la Iglesia y aun a "toda humana criatura"; al contrario, brota precisamente de ella. En él brilla con luz singular el ideal originario del hombre, de ser libre y soberano del universo en la obediencia a Dios... La libertad de Francisco es, además y sobre todo, fruto de su pobreza voluntaria...».

Es el amor el que -como enseña san Pablo- impedirá que la libertad cristiana degenere en autarquía desordenada. Una libertad animada por la caridad nos lleva a hacernos esclavos los unos de los otros, estableciendo una porfía de servicio recíproco (Gál 5,13-15).

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