Por Luc Mathieu, OFM
Fraternidad de los hijos de Dios
Desde el momento en que Francisco reconoce en
Cristo al Hijo de Dios amado del Padre y que nos reconduce al Padre, se
entablan nuevos lazos que tejen una fraternidad universal articulada en torno
al propio Hijo de Dios: el Padre de Jesús es también nuestro Padre, el Padre de
todos los hombres, el Padre de todas las criaturas. La
palabra «hermano», que aplicamos al Hijo de Dios, por el hecho de haberse
encarnado, conviene igualmente desde ese momento a todo ser surgido de la mano
de Dios, y muy en especial a aquellos a quienes el Hijo invita a reconocerse
hijos adoptivos. Por tanto, la fraternidad universal expresa el origen común,
el común Amor productivo y fecundo que coloca a todos los seres en la
existencia y quiere su perfección y su felicidad.
Esta
afirmación de la fe revelada no sólo postula en Francisco una adhesión
intelectual, sino también una espiritualidad mística y afectiva. Francisco
asiente con amor al reconocimiento de cada ser en su peculiar relación con
Dios, con Cristo, con los hombres. De esta contemplación brota su cántico de
acción de gracias, su admiración y alegría. Y este mismo sentimiento fraterno
hacia todos los hombres le lleva a respetar a cada persona en su propio
itinerario, en su propia historia personal, aun a sabiendas de que esa historia
incluye debilidades y pecados. Por lo demás, su corazón desborda de compasión
por los pecadores, puesto que le recuerdan el amor redentor de Cristo. San
Buenaventura describe muy bien esta actitud habitual de Francisco:
«Si,
por una parte, su intensa devoción y ferviente caridad lo elevaban hacia las
realidades divinas, por otra, su afectuosa bondad lo lanzaba a estrechar en
dulce abrazo a todos los seres, hermanos suyos por naturaleza y gracia. Pues si
la ternura de su corazón lo había hecho sentirse hermano de todas las
criaturas, no es nada extraño que la caridad de Cristo lo hermanase más aún con
aquellos que están marcados con la imagen del Creador y redimidos con la sangre
del Hacedor. No se consideraba amigo de Cristo si no trataba de ayudar a las
almas que por Él han sido redimidas. Y afirmaba que nada debe preferirse a la
salvación de las almas, aduciendo como prueba suprema el hecho de que el
Unigénito de Dios se dignó morir por ellas colgado en el leño de la cruz. De ahí
su esfuerzo en la oración, de ahí sus correrías apostólicas y su celo por dar
buen ejemplo» (LM 9,4ab).
Confianza filial y pobreza
Francisco,
proveniente del nuevo mundo de la burguesía mercantil y de una familia
acomodada, desde el primer instante de su adhesión a Cristo escogió la pobreza,
antes incluso de pensar en la vida religiosa en sentido institucional.
Comprendió rápidamente que la vida cómoda y la avidez de los ricos engendraban
un materialismo y una sed de poder contrarios al Evangelio. Su deseo de seguir
a Cristo le llevó con toda naturalidad a desprenderse de sus bienes y de sus
ataduras con el mundo, tal como, por lo demás, preconizaban las agrupaciones y
fraternidades evangélicas de su tiempo. Éstas vivían muchas veces su opción de
pobreza como una contestación más o menos violenta de las riquezas de la
Iglesia y de los clérigos, y del enriquecimiento de la nueva sociedad urbana.
Pero si la fraternidad franciscana constituía, con su misma existencia, una
contestación objetiva de la Iglesia y de la sociedad económica, el objetivo que
Francisco perseguía no era en primer lugar económico o social, sino propiamente
teologal. Eligió una pobreza personal, evangélica, mística.
Antes
que nada, la imitación del Hijo de Dios, que, siendo rico, se hizo pobre por
nosotros en este mundo. Y, a la vez, un reconocimiento del señorío soberano del
Padre Creador, único dueño de todos los bienes. Por eso piensa Francisco que la
pobreza evangélica se impone a cuantos quieren seguir a Cristo-pobre, en su
relación filial con el Padre.
[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XVIII, núm. 52 (1989) 55-60]
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