viernes, 7 de septiembre de 2012

Dios Padre en la experiencia cristiana de Francisco de Asís (II)


Por Luc Mathieu, OFM

Fraternidad de los hijos de Dios

Desde el momento en que Francisco reconoce en Cristo al Hijo de Dios amado del Padre y que nos reconduce al Padre, se entablan nuevos lazos que tejen una fraternidad universal articulada en torno al propio Hijo de Dios: el Padre de Jesús es también nuestro Padre, el Padre de todos los hombres, el Padre de todas las criaturas. La palabra «hermano», que aplicamos al Hijo de Dios, por el hecho de haberse encarnado, conviene igualmente desde ese momento a todo ser surgido de la mano de Dios, y muy en especial a aquellos a quienes el Hijo invita a reconocerse hijos adoptivos. Por tanto, la fraternidad universal expresa el origen común, el común Amor productivo y fecundo que coloca a todos los seres en la existencia y quiere su perfección y su felicidad.

Esta afirmación de la fe revelada no sólo postula en Francisco una adhesión intelectual, sino también una espiritualidad mística y afectiva. Francisco asiente con amor al reconocimiento de cada ser en su peculiar relación con Dios, con Cristo, con los hombres. De esta contemplación brota su cántico de acción de gracias, su admiración y alegría. Y este mismo sentimiento fraterno hacia todos los hombres le lleva a respetar a cada persona en su propio itinerario, en su propia historia personal, aun a sabiendas de que esa historia incluye debilidades y pecados. Por lo demás, su corazón desborda de compasión por los pecadores, puesto que le recuerdan el amor redentor de Cristo. San Buenaventura describe muy bien esta actitud habitual de Francisco:

«Si, por una parte, su intensa devoción y ferviente caridad lo elevaban hacia las realidades divinas, por otra, su afectuosa bondad lo lanzaba a estrechar en dulce abrazo a todos los seres, hermanos suyos por naturaleza y gracia. Pues si la ternura de su corazón lo había hecho sentirse hermano de todas las criaturas, no es nada extraño que la caridad de Cristo lo hermanase más aún con aquellos que están marcados con la imagen del Creador y redimidos con la sangre del Hacedor. No se consideraba amigo de Cristo si no trataba de ayudar a las almas que por Él han sido redimidas. Y afirmaba que nada debe preferirse a la salvación de las almas, aduciendo como prueba suprema el hecho de que el Unigénito de Dios se dignó morir por ellas colgado en el leño de la cruz. De ahí su esfuerzo en la oración, de ahí sus correrías apostólicas y su celo por dar buen ejemplo» (LM 9,4ab).

Confianza filial y pobreza

Francisco, proveniente del nuevo mundo de la burguesía mercantil y de una familia acomodada, desde el primer instante de su adhesión a Cristo escogió la pobreza, antes incluso de pensar en la vida religiosa en sentido institucional. Comprendió rápidamente que la vida cómoda y la avidez de los ricos engendraban un materialismo y una sed de poder contrarios al Evangelio. Su deseo de seguir a Cristo le llevó con toda naturalidad a desprenderse de sus bienes y de sus ataduras con el mundo, tal como, por lo demás, preconizaban las agrupaciones y fraternidades evangélicas de su tiempo. Éstas vivían muchas veces su opción de pobreza como una contestación más o menos violenta de las riquezas de la Iglesia y de los clérigos, y del enriquecimiento de la nueva sociedad urbana. Pero si la fraternidad franciscana constituía, con su misma existencia, una contestación objetiva de la Iglesia y de la sociedad económica, el objetivo que Francisco perseguía no era en primer lugar económico o social, sino propiamente teologal. Eligió una pobreza personal, evangélica, mística.

Antes que nada, la imitación del Hijo de Dios, que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros en este mundo. Y, a la vez, un reconocimiento del señorío soberano del Padre Creador, único dueño de todos los bienes. Por eso piensa Francisco que la pobreza evangélica se impone a cuantos quieren seguir a Cristo-pobre, en su relación filial con el Padre.

[En Selecciones de Franciscanismo, vol. XVIII, núm. 52 (1989) 55-60]

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