Por Leonhard Lehmann, OFMCap
Reflexionando sobre
la maternidad virginal de María y analizando pasajes bíblicos, como Mt 12,50,
los Padres de la Iglesia exponen una doctrina amplia y detallada sobre el
nacimiento de Dios en el hombre. Leemos, por ejemplo, en san Juan Crisóstomo:
«Nosotros somos el templo, Cristo es el que habita en él. Él es el primogénito,
nosotros somos sus hermanos... Él es el novio, nosotros somos la novia». San
Agustín y san Gregorio Magno expresaron pensamientos parecidos a los que hemos
encontrado en Francisco de Asís. En ellos analizan si podemos permanecer
abiertos como María a la acción de Dios Trino. Quien se abre al Espíritu de
Dios, se vuelve capaz de engendrar a Jesús y de darlo a luz, como la Virgen
María, no, ciertamente, tal y como ella lo dio a luz en Belén, sino mediante
una vida ejemplar, con las buenas obras, a través de la predicación... Dice,
por ejemplo, Inocencio III: «Por el amor, per affectum, engendramos a
Cristo en el corazón, y lo damos a luz realmente, per effectum, mediante
las obras».
Francisco tiene
también esa visión mística de la acción de Dios Trino en el hombre. Por ello
contempla a María, no aislada, sino vinculada con la santísima Trinidad y como
nuestro modelo. Ella es la expresión y el más sublime ejemplo de la íntima
unión que Dios establece con el hombre, corona de la creación. Incluso en su
maternidad divina, María es para Francisco el modelo de lo que todo cristiano
debe ser. Su entrega a Dios y su ligazón con Él son la expresión más profunda
de la identificación con Dios que se realiza en todo cristiano. Por eso,
Francisco aplica a todos los hombres y mujeres que hacen penitencia los mismos
títulos honoríficos que le corresponden a María por ser la Madre de Dios.
«Tener a Jesús por
hijo» es, sin duda, una hipérbole, que debe entenderse en sentido místico. Para
Francisco, el pensamiento de dar a luz a Jesús y de tenerlo por hijo es una
dicha inefable. Pero también es un estímulo para la acción, una tarea. El ser
madres de Cristo es una posibilidad que tienen todos los fieles, pero supone
unas condiciones: Somos madres de Cristo «cuando lo llevamos en nuestro corazón
y en nuestro cuerpo, por el amor divino y por una conciencia pura y sincera; y
lo damos a luz por medio de obras santas, que deben iluminar a los otros como
ejemplo» (1CtaF 1,10).
Esta frase ilustra
la visión y el sentido misionero de la devoción mariana de Francisco. En el
fondo, propone la actitud de fe y de vida de María como un modelo para todos
los fieles, recordando su sublime vocación a ser hijos/hijas, hermanos/hermanas
y madres de Jesucristo. María ya ha llevado a término esta vocación; por eso la
alaba Francisco. Y esta vocación ha sido encomendada también a las clarisas, a
todos los fieles, a nosotros. Esa es la razón por la que Francisco exhorta a
hacer penitencia y a perseverar en la penitencia hasta el final de la vida.
María es nuestro modelo, y también es la posibilidad existente en cada uno de
nosotros. En el fondo se trata de que, mediante la devoción mariana -sobre todo
mediante la meditación-, descubramos y despertemos a «María en nosotros». Ella
es esa parte o dimensión virginal existente en nosotros, la virgen en nosotros,
el hondón del alma, como dirán más tarde los místicos. Ella es ese núcleo
existente en la profundidad de nuestro ser y que es capaz de acoger y de dar a
luz a Dios. Ella es nuestro yo más profundo.
Quien, contemplando
de este modo a María, aprende a mirarse a sí mismo, percibe una imagen positiva
de su propia persona, de sus posibilidades y aptitudes. ¡Con cuánta frecuencia
nos consideramos inútiles y nos minusvaloramos, sin ver nada bueno en
nosotros...! Pues bien, hemos de tener presente que Dios en persona nos ha
hablado, llamado; en nosotros existe un núcleo bueno, capaz de acoger a Dios,
capaz de hacer el bien...
Contemplando a
María aprendemos, igualmente, a mirar como ella a los demás, a descubrir el fondo
divino en ellos existente, su núcleo sano y bueno...; y aprendemos también a
mirar como ella a Dios, que viene a nuestro encuentro, nos habla, nos elige:
¡Dios te salve, llena de gracia, bendita tú eres entre las mujeres! Mirando a
María nos damos cuenta de que también a nosotros se nos dirige ese saludo,
animándonos a seguir, como ella, nuestro propio camino, pues «Dios ha mirado la
pequeñez de su esclava» (Lc 1,48).
[Cr. Selecciones
de Franciscanismo, vol. XXII, n. 64 (1993) 99-101].
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